El precio de hacer reír: "Nunca vi a tantos payasos llorar"
El asesinato del joven animador infantil Rogers Gallegos Rodríguez, de 28 años, obligó a los payasos de Lima a enfrentar una pregunta dolorosa: cómo seguir haciendo reír en un país donde la inseguridad también mata a los artistas.
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Recordar la noticia del asesinato del joven animador infantil Rogers Gallegos Rodríguez, de 28 años, quiebra la voz de Christian Soria, amigo y profesor de teatro de quien en vida fue conocido como el payasito ‘Tuki Tuki’. “Era uno de nuestros mejores alumnos. Cosa que aprendía en clase lo llevaba a cada show que tenía. Yo le decía que se iba a convertir en el mejor payaso de Huaycán. Me lo apagaron”, recuerda el que con su nariz y peluca rojas es el payasito Canchita.
“Nunca había visto a tantos payasos llorar”, narra Fernando Barrial Juscamaita (46), un gran amigo de Gallegos Rodríguez, quien hace algún tiempo asistió al aniversario de su personaje, el payasito Fhermín. “Era una persona trabajadora y muy luchadora. Dolió bastante porque a cualquiera le pudo haber pasado. Ahora surgir como emprendedor, como artista, es un delito. Es peligroso”, enfatiza.
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El entierro de ‘Tuki Tuki’ transcurrió entre huaynos, trajes de colores y rostros maquillados que se fundían con las lágrimas al recordar al amigo que partió. Aquello que solía ser risa, humor y chistes se transformó en un momento de profunda tristeza cuando payasitos de distintos barrios de Lima, con sus narices rojas y vestuarios llamativos, acudieron a despedir a una nueva víctima de la inseguridad ciudadana.
La tragedia los llevó a reflexionar sobre el ejercicio de su oficio: cómo seguir haciendo reír en medio del miedo, de qué manera exponerse en redes sociales y cómo protegerse sin perder la esencia de llevar sonrisas a la gente.

Entierro del joven animador infantil Rogers Gallegos Rodríguez, en Huachipa. Foto: Fernando Barrial
La terapia de la risa
Gilmar Legario (28) es arquero de profesión, entrena desde que tiene 8 años. No conoció a ‘Tuki Tuki’, pero haber sido víctima de la delincuencia le da licencia para contar su historia. Su personaje, el payasito Chocotín, fue extorsionado hace algún tiempo: le exigían 1.500 soles mensuales a cambio de “protección”. Recibía mensajes constantes; lo llamaban y colgaban, recuerda.
Con el paso de los meses, las amenazas cesaron. Aun así, sabe que debe mantener un perfil bajo. Pese a ello, insiste en que se cuente la realidad de lo que implica surgir como emprendedor en este país. Nunca denunció el hecho ante las autoridades: dice que tenía el presentimiento de que su caso habría sido archivado, como muchos otros. “No te hacen caso, el sistema está saturado. En grupos de WhatsApp ya se decía que ‘estaba de moda extorsionar payasos’. ¿A quién le cabe eso en la cabeza?”, cuestiona.
Por ello, Gilmar siempre se encomienda a Dios. Incluso en los momentos más duros, asegura que su fe lo sostiene y lo protege. Prueba de esa vitalidad es el habernos recibido dos días después del fallecimiento del mejor amigo de su padre, a quien llamaba tío, víctima de cáncer. Cuenta que es una enfermedad que lo ha acompañado de cerca desde hace mucho tiempo: familiares e incluso una de sus mejores amigas la padecieron. Con el tiempo, esas experiencias lo impulsaron a llevar su oficio más allá de las fiestas infantiles, para acercarse también a niños y niñas que han tenido que dejar los parques y los juegos para enfrentar largas jornadas de quimioterapia.
Desde hace algunos años, Chocotín acude al Hospital del Niño, específicamente al área de oncología, para llevar chistes, bromas y risas a los menores. “Los doctores me dicen que las familias les cuentan que los días en que voy, los niños no sienten dolor”, relata. “Es algo que para mí está muy marcado. Siento que tengo que ayudar en esa terapia de la risa, incluso para que los papás se olviden un poco del estrés de ir de un lado a otro buscando dinero. Están desesperados”, añade.
Al terminar la jornada, enfatiza que siempre se despide de los niños con una frase que repite con honestidad: “Les digo: ‘Nos vemos aquí y nos vemos allá también’. Hay niños que saben que tienen cáncer terminal y que van a morir. Algunos incluso me lo dicen con naturalidad”.

“Los doctores me dicen que las familias les cuentan que los días en que voy, los niños no sienten dolor. Siento que tengo que ayudar en esa terapia de la risa". Foto: Gabriela Coloma
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Fhermín, el payasito del barrio
Fernando Barrial es el payasito Fhermín. Inició en el oficio hace 17 años, cuando integraba un grupo de teatro que llevaba risas a los barrios, las calles, las plazas y los cerros, a esos espacios donde el teatro no solía llegar. Fue ahí cuando, un día, se colocó la nariz roja y ya no volvió a quitársela.
Su personaje, que desarrolla en cuentos e historietas de su autoría, se construye desde la figura del payaso migrante. Sus padres, ambos originarios de Pacaycasa, en Ayacucho, llegaron a Lima mucho antes de que él naciera. Recuerda que su madre usaba el quechua principalmente para reprenderlo a él y a sus hermanos, en un contexto en el que la lengua era mal vista y marginada. “Entre ellos mismos se prohibían hablar quechua, porque sentían que los iban a mirar mal”, cuenta.
Aunque sus padres fallecieron, Fhermín continúa llevando su historia en la vestimenta: el chaleco negro, polo amarillo y una forma sencilla de presentarse. “Fhermín es la herencia de mis padres. Usa ojotas, pero de payaso. No es ostentoso, se mimetiza con la gente del pueblo. Es humilde, soñador y tierno. Es del barrio, es del pueblo”, dice.

“El arte cuestiona, aunque me digan ‘terruco’. Eso viene de la desinformación. Yo soy coherente con la realidad. No soy ciego. Todo eso es parte de lo que soy como artista social”. Foto: Gabriela Coloma
Esa conexión con sus raíces también la compartía con ‘Tuki Tuki’, originario de Jauja. Ambos coincidían en el amor y orgullo por lo andina. Fhermín lo recuerda como uno de los primeros en incorporar la música de su tierra en los espectáculos infantiles. Y esa elección va más allá del entretenimiento. “No solo haces un show, también estás dando identidad a las fiestas, y eso es lo que falta. Está bien lo extranjero, no es malo, pero siempre lo nuestro tiene que estar”, afirma.
Barriales nos recibe en su casa un 15 de diciembre, el mismo día en que se cumplen tres años de la masacre de Ayacucho, cuando fuerzas del Estado, durante el gobierno de Dina Boluarte, asesinaron a 10 personas, entre ellas un menor de edad. La coincidencia no es menor. Él se define a sí mismo como un ser político y sostiene que el arte, necesariamente, lo es también.
“El artista cuestiona, aunque me digan ‘terruco’ y todas esas cosas. Eso viene muchas veces de la desinformación y de la cobardía”, apunta. Esa coherencia, explica, también se expresa en sus redes sociales y su presencia en las calles cada vez que hay movilizaciones sociales. “Si yo critico a la dictadura o defiendo la democracia, todo eso es parte de lo que soy como artista social. Yo soy coherente con la realidad. No soy ciego, no soy un artista de moda, no soy un artista que crea solo para vender. Yo hago arte que da conciencia. Soy coherente con lo que pienso y lo que hago”, afirma.
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El maestro y su alumno
Canchita tiene 32 años y es payaso desde los cuatro. El oficio le llegó por herencia. Ser hijo de Trompetín, uno de los payasos más emblemáticos y veteranos del circo La Tarumba, lo encaminó naturalmente a la vocación de hacer reír. “Prácticamente, nací en el circo”, cuenta.
Desde pequeño ha llevado el arte de hacer reír como forma de vida. Recuerda, por ejemplo, una vez en que vio a su padre caer durante una acrobacia y ser llevado de emergencia a un hospital. Aun así, él tuvo que salir al escenario con la nariz roja puesta. “Como siempre dicen, el show debe continuar”.
A lo largo de su carrera, el oficio le ha dado muchas alegrías. Hace 10 años, ganó el Golden Circus, un campeonato internacional de payasos en el que participan artistas de todo el mundo. En aquella ocasión, recuerda, se presentó junto a su padre y juntos deslumbraron al público.
Su nombre es Cristian Soria y estudió en la Universidad Nacional de Artes Escénicas, cuando aún no tenía rango universitario. “Luchamos para que todas las escuelas de arte se unieran y pudiéramos alcanzar el reconocimiento universitario que hoy tenemos”, señala.

“Estamos asustados. Aterrados. Ahora no podemos exponerte nuestro trabajo y dependemos de las redes para mostrar lo que hacemos, sin eso, ¿que queda?”. Foto: Cortesía
Hoy es padre de una niña de un año y medio y hace todo lo posible por salir adelante. Maneja taxi durante las noches de insomnio y es docente de profesión. Fue maestro de Tuki Tuki en la Escuela Experimental de Payasos y recuerda que su amigo lo ayudó en varias ocasiones, invitándolo a presentarse en shows junto a su esposa, quien también es animadora.
La noticia de su asesinato lo marcó. su asesinato lo marcó. Cuenta que en alguna ocasión conversó con el joven payaso sobre las extorsiones de las que era víctima. “Era reservado en sus cosas”, narra. Aunque él no ha sido extorsionado directamente, señala que la violencia está muy cerca. “Mi familia sí lo vive. En el lugar donde vivo, a un primo ya lo están extorsionando. Tiene dos carros, tuvo que vender uno y ahora solo le queda uno para trabajar. El delincuente está prácticamente al frente de nosotros”, relata.
Recuerda también que durante el entierro, muchos payasos compartieron el mismo temor. La delincuencia golpea a todos y la preocupación también alcanza a la exposición en redes sociales, una herramienta clave para su labor. “Si ahora dependemos de las redes para mostrar lo que hacemos, ¿qué vamos a hacer? No puedes exponerte tanto ni mostrar lo que llaman ‘lujos’, pero al final es tu trabajo. Es triste que no puedas mostrar algo que es tuyo. Tenemos que buscar otras formas de visibilizarnos”, reflexiona.
El arte está de luto. La muerte de Tuki Tuki deja un vacío entre quienes compartieron escenario y amistad con él, pero también expone las fragilidades del oficio. En medio del duelo, la pregunta persiste: cómo seguir llevando sonrisas cuando la violencia amenaza con silenciar la risa. “En el velorio hablábamos de que a varios ya los están molestando, estresando. Estamos asustados, súper asustados, aterrados”, finaliza el payasito Canchita.
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