Habitantes de Manaos, ciudad de Brasil, peregrinan en busca de oxígeno para improvisar unidades de cuidados intensivos en casa, donde creen que sus seres queridos tienen más chances de sobrevivir que en los hospitales de la capital de la Amazonía brasileña, desbordados por una segunda ola de COVID-19.
“Todos aquí tienen un familiar tratándose en casa. Prefieren eso a dejarlos morir en los hospitales”, dice Fernando Marcelino mientras señala a decenas de personas que, como él, esperan bajo un calor de 30 grados centígrados y desde hace más de doce horas una carga de oxígeno en un punto de venta de un nuevo mercado.
Muchos pacientes hospitalizados, no solo por el nuevo coronavirus, murieron en las últimas semanas por la escasez de oxígeno, sumiendo en la pesadilla a una de las ciudades que había sido una de las más golpeadas por la primera ola de la pandemia, que ya dejó 210.000 muertos en Brasil.
Amazonas, estado en el que recientemente se ha encontrado una nueva variante del coronavirus que se sospecha es más contagiosa, es proporcionalmente el segundo de los 27 estados brasileños más afectados, con 149 muertos por 100.000 habitantes.
En su capital, Manaos (2,2 millones de habitantes), la tasa de óbitos aumentó en los últimos días de 142 a 187 por 100.000 habitantes.
El gobierno, acusado de pasividad ante la catástrofe, acelera desde el fin de semana los envíos de oxígeno a esta ciudad conectada con el resto de Brasil, principalmente por vía aérea o fluvial. Y ayuda a evacuar pacientes hacia otros estados.
“El oxígeno está llegando, pero no sabemos cuánto va a durar”, explica Marcelino, protegido con doble máscara, guantes y lentes.
Este pastor evangélico supo a través de conocidos que una empresa en la zona industrial vendía oxígeno a quien tuviesen cilindros, para llenarlos por entre 300 y 600 reales (57 a 114 dólares), según el tamaño.
En Manaos, hasta el personal de los hospitales teme ser tratado en el lugar. Luciana, una enfermera de 26 años que esperó por un cilindro de oxígeno durante todo el día, no ve la hora de sacar a una colega del principal centro especializado en SARS-CoV-2.
“Empezó a tener síntomas durante la semana, conseguimos estabilizarla en casa, pero se nos acababa el oxígeno y tuvimos que internarla”, cuenta la joven, que no tuvo tiempo de cambiarse su uniforme azul.
“Tenemos miedo de que se contagie de otras infecciones, es más seguro en casa porque en el hospital hay muchas bacterias y hongos”, agrega, e interrumpe la conversación al escuchar que alguien con un megáfono grita nombres.
Luciana se acerca a la barrera de metal donde todos se agolpan. La Policía custodia el lugar. Cuando los primeros en la fila cargan al hombro sus cilindros, ya es de noche en Manaos.