
En el corazón del Vaticano, a pocos metros de la majestuosa basílica de San Pedro, el papa Francisco rompió con una costumbre que parecía inamovible: decidió no residir en el Palacio Apostólico y, en su lugar, eligió vivir en la Casa Santa Marta, un edificio que alguna vez sirvió como refugio para personas enfermas de cólera y que, durante la Segunda Guerra Mundial, ofreció amparo a judíos perseguidos.
Su decisión no fue solo simbólica, sino que representó una declaración de principios que definió su estilo de vida y su forma de ejercer el pontificado: austera, cercana y profundamente jesuita. Francisco eligió un entorno modesto y funcional, donde podía desayunar junto a visitantes y conversar con cardenales o peregrinos como un comensal más.
El día del papa comenzaba temprano, a las 4.45 a. m., con meditación y lectura de la liturgia. Se afeitaba solo y desayunaba lo justo: yogur descremado, galletas sin sal y café. El mate, su infusión predilecta, solo lo aceptaba si se lo ofrecían. El resto del tiempo, su jornada se distribuía entre audiencias, encuentros con jefes de Estado, obispos y fieles. Durante la pandemia, la misa diaria que celebraba desde la capilla de la Domus fue transmitida por televisión y superó los cuatro millones de visualizaciones por jornada.
Una de las 129 habitaciones que hay en la Casa de Santa Marta. Foto: National Geographic
En Santa Marta, Francisco no tenía una mesa exclusiva. Se sentaba donde encontraba lugar, conversaba con quienes tenía al lado y comía sin protocolos. Nada de himnos ni solemnidades al ingresar. Quienes no lo reconocían se sorprendían cuando el mismo papa los saludaba. El almuerzo y la cena mantenían el mismo formato: buffet sencillo, pastas, sopas, frutas y café ristretto. La comida, aunque frugal, nunca era solitaria. Francisco prefería estar rodeado de personas comunes, lejos de cualquier torre de marfil.
Su suite, la número 201, no tenía lujos: cama individual, perchero, escritorio de madera y una imagen de San José dormido, a quien confiaba sus preocupaciones en pequeños papelitos. Junto a ella, un pequeño estudio, dos armarios, una heladera y un baño modesto. La ropa del papa se lavaba junto con la del resto de los residentes en el sótano del edificio.
También se habilitaron espacios para sus colaboradores más cercanos. Aunque muchas de sus reuniones privadas se realizaban en el Palacio Apostólico, esta residencia fue escenario de encuentros informales y singulares, como la visita del empresario Elon Musk con algunos de sus hijos o la entrañable reunión con su heladero de confianza, quien logró ingresar con su familia tras una larga espera. Aunque su salud se deterioró con los años, Francisco procuró no abandonar su rutina. Desde el Hospital Gemelli, donde fue internado en varias ocasiones, respetaba sus horarios y limitaba sus visitas. Lejos de ser un paciente difícil, quienes lo atendieron lo recuerdan como alguien obediente y amable.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Pío XII utilizó la Casa de Santa Marta para refugiar a judíos perseguidos. Foto: Heraldo
Con 129 habitaciones, salones de reuniones, una capilla y áreas comunes, la Casa Santa Marta se convirtió en el escenario cotidiano del pontífice argentino. A diferencia de sus antecesores, Francisco rechazó los aposentos palaciegos del segundo piso del Palacio Apostólico —que incluían un dormitorio conectado a una capilla privada— y eligió una suite sencilla en el segundo piso de la Domus. Incluso cuando rompió sus gafas, no recurrió a nadie del Vaticano: tomó un coche común y fue personalmente a repararlas a una óptica de Roma, como un ciudadano más.

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