En un artículo reciente, un consultor y líder de opinión hizo un llamado a la conciencia de los peruanos. Nos dio a notar que, si antes los que sufrían el bullying eran “…los homosexuales, las mujeres, personas con diferencias raciales y hasta los discapacitados”, ahora lo padecían los políticos, pero, sobre todo, los empresarios.
La banalidad de este texto causa perplejidad. Hay un ofensivo intento de igualar a personas que sufren agresión y discriminación, injusta, compleja y secular, con un grupo de interés echado a perder por sus delitos. ¿Un afroperuano agraviado por prejuicios racistas es asimilable a un accionista de conglomerado que paga sobornos para beneficiarse indebidamente? ¿Realmente se puede escribir sin bochorno que investigar la corrupción, que el rechazo y la denuncia social que generan las revelaciones de su hondura, son formas de violencia y acoso?
En parte, la impunidad de cierto grupo de poder económico se amparó por años en la manipulación de advertencias como no alterar el clima de negocios, el riesgo país, la fuga de capitales o desalentar la inversión. Es decir, en demandar que la política o la justicia no lesionaran la actuación de los empresarios, únicos motores del progreso. Pero parece que estas admoniciones ya no son suficientes, y que cierto umbral de pudor se ha pasado. Se suma ahora el argumento de convertir a los empresarios en víctimas, a las que lejos de fastidiar con investigaciones, debemos en adelante, consolar y proteger.