Soy una chica progresista. Bueno, con 37 años más bien soy una mujer progresista, feminista, creyente en la necesidad del Estado para garantizar bienestar. También, aunque parece que a algunas personas les suena a contradicción, soy una mujer progresista que es esposa y madre, por decisión propia.
Aunque no es novedad que determinados sectores de la derecha empleen más energía en construir el relato de los enemigos que en plantear alternativas reales para problemas reales, en el último tiempo hemos visto crecer significativamente el esfuerzo de eso que denominan batalla cultural contra los ‘progres’ y los ‘caviares’, y una mayor difusión de discursos (algunos argumentales, otros delirantes y conspirativos) en los que, en sus propias palabras, “la insania del progresismo es una amenaza a la raza humana”.
Quizás por ello me ha parecido necesario dar un espacio a sintetizar, en la medida de lo posible, qué es el progresismo, a partir de su conceptualización y su uso por parte de quienes se identifican con esta identidad política.
No hay un acuerdo o concepto único respecto del progresismo, sino algunas características comunes identificadas o aceptadas por académicos, políticos, activistas, que nos dan algunas pistas sobre su definición.
Empecemos diciendo que el progresismo no es en sí mismo un punto dentro del espectro, sino que debe ser entendido más como una sensibilidad que como un punto del espectro político, una sensibilidad que se determina por la conjunción de apuestas por mayor igualdad social, con valores liberales como la libertad de expresión y la promoción de derechos civiles. Además, para quienes se autoidentifican como progresistas la democracia no es solamente una vía al poder, sino un valor en sí misma.
El progresismo implica así buscar caminos y arreglos institucionales, políticos y económicos que, desde la democracia, permitan un desarrollo que alcance a todos los miembros de la sociedad, garantizando servicios públicos, repartos de la riqueza, ampliación de derechos e inclusión de las minorías o grupos vulnerables de la sociedad al engranaje de la convivencia dentro del Estado.
Es en el valor de la democracia en el que se encuentra con particular relevancia la identidad progresista. Mientras que para los extremos del espectro político el objetivo puede ser la toma del poder, por la vía que sea, para la transformación o para el mantenimiento del orden establecido, para el progresismo existe una especie de mandato de construir ‘progresivamente’ cambios que tengan la capacidad de pervivir en la sociedad, incluso cuando los mecanismos democráticos lleven a su relevo en el Gobierno.
Teniendo este brevísimo marco —en el que sin duda queda muchísimo por anotar— podemos decir que, contrario a lo que se quiere hacer creer, el progresismo no es sinónimo de izquierda. Aunque ciertamente este término haya tendido a ser abrazado por sectores cercanos a la centroizquierda, es también importante destacar que existen amplios sectores de derecha progresista, o liberales progresistas. Y también quienes, sin sentirse parte de este espectro, se identifican con el progresismo como valor de convivencia social y ciudadana.
Así, decir que lo que une a liberales y libertarios (un nuevo segmento de la derecha que considera tibios a los liberales) es una pretendida lucha contra el progresismo no es solo un error, sino que es una falacia inventada para polarizar a las sociedades.
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La pretendida lucha contra el progresismo, pues, no es más que un relato inventado por quienes creen y promueven únicamente la libertad económica, entendida también desde los privilegios de sus recursos económicos, pues rehúsan cualquier forma de promoción o distribución del bienestar económico.
Estos segmentos de la derecha, aunque se denominen liberales o libertarios, están mucho más vinculados con el conservadurismo, defendiendo posturas restrictivas y punitivistas de las libertades individuales. Mientras que sus relatos sobre el progresismo plantean una especie de adoctrinamiento global, son sus discursos políticos y culturales los que cierran filas en formas unilaterales de ver la identidad personal, el orden social e incluso el afecto.
Puestos en este escenario, lo cierto es que, como chica progresista y como analista de la realidad política, me preocupa seriamente que, mientras hoy estos actores y relatos maniqueos ocupan múltiples espacios mediáticos, logran hacerse virales y sus “sentidos comunes” empiezan a extenderse, desde los actores políticos del progresismo parece no haber respuestas o propuestas que ayuden a romper esa narrativa.
Salvo por esfuerzos específicos que vienen más bien desde la sociedad civil, como el elocuente video de Giovanni Arce sobre ser patriota, no parece haber mayor atención a lo que claramente es una disputa narrativa que, si no es tomada en serio, será más perjudicial de lo que parecen notar las dispersas fuerzas políticas progresistas.
Anne Applebaum, historiadora liberal y de derecha, ha planteado que estos sectores de extrema derecha o de derechas alternativas construyen lo que denomina “mentiras medianas”, relatos que pretenden explicar la realidad y dar respuestas simples a los problemas de la sociedad, creando enemigos comunes con el objetivo no de transformar o solucionar estos problemas, sino de controlar el poder a través de los relatos y así romper los lazos con la democracia. Las mentiras medianas sirven para generar desconfianza y facilitar que se entreguen porciones de libertad a estos grupos, a cambio de la protección frente a ese pretendido enemigo.
Así, la bizarra y perversa conceptualización respecto de que, por ejemplo, los progresistas te prohibirán estudiar en el exterior o pagarte clases de idiomas (el objetivo de dar igualdad de oportunidades), promueven los cambios de sexo y el aborto (para reducir la población) y otras más, son mentiras medianas que sirven para polarizar, y que empiezan a calar en determinados segmentos de la población.
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Es cierto que en determinados sectores de la izquierda la denominación de progresista ha sido vista muchas veces como tibieza, mientras que para algunos actores en la derecha podía verse como incoherencia, pero estos tiempos de fracturas sociales y crisis políticas exigen que seamos capaces de sobreponernos a aquello y reconozcamos que no estamos solo ante un escenario de crisis institucional y política, sino frente a un cambio de sentidos y sensibilidades que, de darse, se arraigará con mucha más fuerza en la sociedad que la sola crisis política.
Así, quizás sea el reconocer que somos chicas y chicos progresistas lo que nos permita también tender puentes en la diversidad de fuerzas democráticas, dar cierta transversalidad y construir alternativas a aquellos proyectos políticos que sí son una amenaza para la sociedad.