Varias mujeres, con chalecos anaranjados, recorren un barrio de Johannesburgo conocido por la criminalidad, donde tocan puertas y paran a todas las personas que cruzan en la calle, incluso jóvenes que regresan de la escuela.
Son las llamadas brigadas contra la violencia de género y su misión es titánica: enfrentar la plaga de femicidios y violencia contra mujeres y niños en Sudáfrica.
Los casos son repulsivos y la cantidad de incidentes registrados resulta abrumadora. Una estudiante de Derecho fue asesinada, su cuerpo seccionado y metido en una maleta.
Otra universitaria fue abusada y asesinada dentro de una oficina de correos. “No podemos ignorar lo que (vemos) hasta que la justicia tome su curso”, dice Juliet Ngonyama, de 52 años, con el chaleco naranja colgado de un hombro.
El color naranja significa revolución en cierta jerga política, pero en su caso simboliza su determinación de frenar la violencia, que se ha agravado desde la pandemia.
Al hablar con pobladores, descubren casos que en otras circunstancias habrían quedado sin denunciar. Caminan en parejas para hablar con todos los que cruzan su camino, hombres y mujeres.
“La violencia de género golpea a mujeres, niños y hombres emocional, física, financiera y psicológicamente”, dicen al iniciar la conversación. Sudáfrica presenta una de las tasas más altas del mundo de violencia contra mujeres.
Más de 100 violaciones son reportadas diariamente, mientras una mujer es asesinada en promedio cada tres horas, según cifras oficiales.
Las últimas estadísticas trimestrales muestran un aumento de 7,1% en las violaciones, con 9.556 mujeres abusadas entre julio y septiembre.
“Estas estadísticas son vergonzosas”, lamentó en noviembre el presidente Cyril Ramaphosa, quien calificó la violencia contra las mujeres como una “segunda pandemia”, después de COVID-19.
Existe “una guerra sin tregua contra los cuerpos de mujeres y niños que, pese a nuestros esfuerzos, no disminuye”, dijo Ramaphosa. “Si el carácter de una nación se mide por cómo trata a las mujeres y los niños, hemos caído bajo”, admitió.
El Gobierno de la provincia de Gauteng, donde está Johannesburgo, puso en marcha las brigadas en agosto del 2020 “para asegurar que lleguen a las víctimas en sus casas con una campaña de puerta a puerta”, relata la coordinadora, Senosha Malesela.
Un día en el barrio Rabie Ridge, los vecinos alertaron a las brigadas de una mujer de 22 años que había sido abusada repetidamente por su hermano.
Estaba muy aterrorizada para discutir los detalles porque el hermano estaba cerca. En su lugar, le dio sus números telefónicos para que las brigadas la llamaran más tarde.
Mujeres atrapadas en el mismo espacio que sus abusadores muchas veces terminan en albergues, pero Sudáfrica tiene solo 100 albergues en todo el país, y no todas las provincias los financian adecuadamente.
El centro Nisaa opera en el barrio sureño de Lenasia, en Johannesburgo. Su administradora Gladys Mmadintsi no recuerda un solo día en que el centro no reciba a una víctima desde que abrió sus puertas en abril de 1994. “En lugar de bajar... ahora es peor”, lamenta Mmadintsi, de 57 años.
El Hogar St. Anne de Ciudad del Cabo también ha notado un aumento de abusos desde la pandemia. En una reciente visita, los periodistas de la AFP observaron la llegada de una mujer durante la noche y de otra con un bebé al alba.
Las restricciones pandémicas, que limitan el movimiento, hacen que más mujeres busquen refugio, señala la directora de St. Anne, Joy Lange.
“Antes las víctimas de abusos podían escapar cuando salían a trabajar”, comenta tras señalar que “la intensidad de la violencia” aumentó.