Rostros adustos, posturas hurañas, vaivenes oculares, silencio sincrónico y cautela fiera. La sala de embarque parecía un teatro con un espectáculo en curso o el ambiente que envuelve una partida sigilosa y vigilante de ajedrez. Allí, 72 personas aguardaban la salida de un bus que los llevaría de Trujillo a Chiclayo: cuatro horas en promedio.
El 15 de julio, el presidente Martín Vizcarra dispuso la reanudación de los viajes interprovinciales en La Libertad y otras 16 regiones, en consonancia con la tercera fase de reactivación económica. Ya el transporte informal de pasajeros era moneda corriente, taxis ‘pirata’ en óvalos y avenidas y hasta ofrecimientos vía Facebook y Whatsapp: el abanico era variopinto. Las tarifas crecieron exponencialmente (hasta diez veces), al igual que el riesgo de contagio por la COVID-19.
Aquel 2 de agosto el protocolo fue rígido. Nadie podía ingresar al recinto sin mascarilla ni protector facial. A los despistados no les quedaba otra que comprar las micas a los mercaderes externos a 10 soles. Muchas de estas eran de fabricación primaria. Total, se explicita su uso, mas no sus especificaciones.
La medición de la temperatura corporal y el lavado de manos fueron los pasos finales para el acceso.
Adentro, el número de usuarios ya no superaba a los 104 asientos de la sala de espera. No había gente atentado contra la fluidez del tránsito. No bien ingresaba alguien el personal exigía tomar un lugar en la hilera de butacas habilitadas. En las ventanillas de atención no formaban largas colas. Las paredes presentaban afiches alusivos al coronavirus, recomendaciones y dispensadores de alcohol en gel.
El ambiente era sepulcral. Era domingo por la tarde, minutos antes de las 4 p. m. (hora de viaje), y las calles lucían más vacías que de costumbre. A diferencia de otras veces el televisor estaba apagado, lo que acentuaba lo tétrico del momento. Todos parecían rehuir de la situación sumergiéndose en sus celulares, cuyo uso era reconocible a través del sonido emitido por el contacto entre la pantalla y la yema de los pulgares.
Otros se apuraban en llenar la declaración jurada, fácilmente maleable, de no presentar síntomas ni haber estado en contacto con infectados o personas con sintomatología en los últimos 14 días.
viajes interprovinciales
En el fondo los buses yacían estacionados, en contraste con el recuerdo de los vehículos fatigados que recorrían el asfalto madrugada, mañana, tarde y noche. La empresa ostentaba el control de las rutas y salidas diarias cada 15 minutos hacia Chiclayo y viceversa durante todo el día. Hoy los boletos se venden para horarios separados de 30 minutos a una hora. Los asientos individuales son los más codiciados, sobre todo luego de que el Ejecutivo habilitara el uso del 100% del aforo.
Al momento del abordaje los responsables de salvaguardar el orden invitaban a los presentes a formar respetando el metro de distancia y pedían tener boleto, declaración jurada y DNI a la mano. El encargado de verificar la identidad de los pasajeros agilizaba el proceso para no generar aglomeraciones.
En la siguiente estación, a escasos metros de la puerta de ingreso a la unidad vehicular, otro trabajador se cercioraba de que nadie portara armas, oculte alimentos u otros objetos prohibidos. Asimismo, invitó una última vez a emplear desinfectante para las manos.
La incertidumbre llegó a su fin, y la realidad distó mucho de los esperado. Las cortinas de polietileno surcaban al medio los sitios compartidos, mientras los individuales eran separados por el lado izquierdo. No había división delante ni atrás del pasajero.
Cortina de polietileno que evita contacto. Foto: Jesús Díaz
El carro partió a las 4 p. m. en punto y no a destiempo como tenía acostumbrado a sus usuarios. Quizás para evitar imprevistos en la vía que posterguen el arribo a la agencia pasado el toque de queda, que por ese entonces iniciaba a las 10 p. m.
El trayecto fue mucho más calmo. El servicio era directo, sin escalas. El temor a ser juzgado limitó las toses y estornudos. Apenas y la serenidad fue trastocada por el sonido de los pulverizadores de alcohol y el chirrido generado por el roce de los protectores faciales con el asiento. El objetivo, además, era evitar tener contacto con algún objeto so pretexto de contagio.
No faltó quien optó por retirarse el incómodo protector que nublaba la visión y sofocaba de verdad. Si bien la indicación era que todos debían mantenerlo puesto, nadie se atrevía a reclamar al infractor.
Algún otro se animó a conversar, pero siempre en voz baja, casi como murmurando, y con expresiones sucintas. No era un silencio perpetuo porque de fondo penaba el audio de una película que fue ignorada por intervalos. Igual con la siguiente en la lista de reproducción. Y así sucesivamente hasta Chiclayo.
Tres horas y media más tarde el bus llegó al destino. El descenso fue normal, sin complicaciones. Eran las 7.30 p. m. y ya no había manera de otro viaje en el itinerario de la empresa: no era posible llegar antes de la inmovilización. Por eso la sala estaba tranquila y en las afueras unos pocos taxistas ofrecían su servicio a precios razonables.
Sin dudas un traslado sin precedentes que se desprende del inicio de una convivencia natural. En adelante, una nueva normalidad.