Ayer lunes se inició el paro regional en Arequipa promovido por el gobernador Elmer Cáceres a propósito del genuino rechazo de la población al proyecto Tía María. Una situación extraña, habida cuenta que la misma agenda del cuestionado gobernador se perfila por otra línea. El Poder Ejecutivo, por su parte, promueve el diálogo con una mano y con la otra militariza la zona. El domingo se publicó una resolución anticonstitucional en la que, al amparo del cuestionadísimo DL 1095 promulgado por Alan García, el presidente Vizcarra autoriza la intervención de las fuerzas armadas en la zona de Matarani-Islay para proteger activos estratégicos. Asimismo, los fiscales han lanzado sus sendas “denuncias preventivas” contra posibles delitos que probablemente se podrían cometer (todo en el futuro).
Desde Lima no se entiende la gravedad de la situación y los sectores ultra-autoritarios piden mano dura y que bala para los revoltosos. Esta megaurbe impiadosa se niega a la empatía con una población que desde el 2011 viene manifestándose pacíficamente en contra del proyecto y que tiene en su memoria la muerte de siete personas, en dos escaladas del conflicto que han producido heridos, criminalizados, perseguidos, agricultores sembrados de armas por la policía y juezas de paz gaseadas ¡dentro de su propia casa!
Eso es violencia, señores, señoras y periodista de Canal N: violencia institucional desde el Estado. Así como el Estado también ejerce una violencia seca, es decir, “la violencia de las decisiones inconsultas, los decretos legislativos que salen sin haberle preguntado nada a nadie, las dilaciones judiciales, los procesos inacabables, los fallos injustos, las promesas incumplidas hechas en temporadas para captar votos, los acuerdos luego del proceso de diálogo que no son honrados sino sistemáticamente incumplidos, la violencia del dogma…” (Rolando Luque, 2009).
Nos encontramos entonces ante diversos tipos de violencia desplegados desde el Estado que, obviamente, tiene su monopolio, pero no implica usarla contra los derechos de quienes protestan. Protestar no es un delito sino el ejercicio de derechos políticos fundamentales. Por lo tanto, el Estado debe garantizar el derecho a la protesta, aunque no les guste a los fachitos limeños o a la burguesía minera arequipeña. El Estado no debe estigmatizar a quienes protestan, y menos de reprimirlos, gasearlos o balearlos con esas armas del Ejército peruano que conciben al disidente como un enemigo de la patria.