Confesión. Mató a sus padres, estuvo preso 14 años, era el asesor legal de las madres de Plaza de Mayo y hoy está acusado de estafa. Fuera de su país, pocos lo conocen.,Muerto en vida: Sergio Schoklender o la encarnación del mal argentino, El autor de esta nota se propuso presentarlo ante el mundo y pasó una tarde conversando con él. El resultado es esta extraordinaria entrevista-perfil que traza, a través de un sobrecogedor retrato personal, la verdad oculta de la Argentina de nuestros días. Por Martín Caparrós –No te preocupes. Yo sé que uno no siempre llega cuando quiere. Me había dicho Sergio Schoklender cuando aceptó, en la puerta de su casa, mis disculpas por la demora. Yo me había perdido: su casa está detrás del cementerio, en una calle que no conocía. A él tampoco, pero fuimos amables: nos dimos la mano y me invitó a pasar: –Bienvenido a la casa de mi ex mujer. La casa de su ex mujer, que construyeron juntos hace unos años, es, para empezar, un paredón sin historia en una calle legañosa de Chacarita y, detrás, tres pisos de un arquitectura moderna, a la moda, con ese aire brishoso, inquieto de tan quieto, que tienen los lugares más decorados que vividos. –Ahora gracias al juez Oyarbide estoy viviendo otra vez con ella. Dice Schoklender. El juez Oyarbide, el que atiende su causa, es una de sus bestias negras: ya tendrá tiempo de hablar, largamente, de él, de sus excesos, de los videos con que lo chantajean. Mientras tanto me explica que, como tiene todos sus bienes embargados, su ex mujer lo acogió por un tiempo en la casa, y que siempre tuvieron una buena relación y a veces se iban de vacaciones juntos y que tienen a Alejandro, su hijo de 12, que los une y que estaban distanciados porque él viajaba mucho y por esas cosas de la vida pero que ahora esas mismas cosas los reunieron y que por culpa de ese juez no tiene un centavo y corre la coneja y tuvo que vender, en estos días, su saxo y su moto. –Moto y saxo tenor: la juventud, de algún modo. Le digo y él me dice sí, la juventud, sonríe. Sergio Schoklender ya tiene 53 años, y ahora estamos en el tercer piso de la casa, el play room, a punto de sentarnos: las sillas son unos bancos como de bar muy altos; hay que sentarse encima y accionar una palanca para que los bancos bajen a la altura de sillas y nos permitan sentarnos junto a una mesa enorme, muy pulida. Sobre la mesa, solo su laptop y el brillo de una madera poco usada. Schoklender me pregunta si no quiero un café. Yo quiero y le pregunto cómo definiría su situación actual y me dice, con un tono muy suave, muerto en vida. –¿Cómo? –Muerto en vida. Repite, e intenta una risita pero tose. –Que ahora soy un muerto en vida. Digo, en este momento llevo ya seis meses imputado, inhibido, sin poder trabajar, con todos los bienes congelados, las empresas trabadas, las cuentas bancarias bloqueadas en una causa que ya es un disparate interminable que nadie lo puede desarmar. Armaron una hipermegacausa de 120 cuerpos, más 37 equipos informáticos que hay que bajar, 96 imputados, 140 empresas investigadas. Es una cosa que nadie puede sostener. Así que me vine a vivir con mi ex esposa, porque estoy en la calle. Ahora soy, cómo decirlo, un mantenido. Su ex esposa Viviana Sala es médica psiquiatra y Schoklender la conoció en la cárcel, cuando ella fue a hacerle unas pericias. Después se casaron, tuvieron un hijo, se divorciaron y conviven y él insiste en que ella es muy buena, rebosante de títulos, repleta de pacientes, “especialista en psicooncología, psicofarmacología, con maestrías que no se pueden ni nombrar”, y que ahora viven de lo que ella gana y que ella también está incluida en la causa de Oyarbide y que a ella también la amenazaban. –Cuando empezó toda esta historia me volvieron loco. Era cosa de llamados telefónicos, coches parados en la puerta, en la esquina. De llamarme y decirme sabemos dónde estás, sabemos qué estás haciendo, tu hijo sale a tal hora del colegio y va a tal y tal lugar. Así todo el día. –¿Y cómo te afectan las amenazas? –Bueno, te podés imaginar que estando con Hebe de Bonafini las amenazas eran lo habitual. Nunca les dimos mucha importancia. Después el hecho de exponerte en primera plana de todos los medios como el tipo que estafó a las Madres… no podía sonarme la nariz que el tipo que pasaba por la vereda me puteaba. –¿Y tomaste alguna medida? –Somos un poco más… mi hijo no va ni viene solo del colegio, estamos atentos ante cualquier cosa rara, pero tampoco nos enloquecemos. No podés vivir si no. Ni tengo plata para poner custodios ni los pondría. Ya de chico me tocó vivir eso, ahora no lo haría. *** Schoklender habla seguro, como quien sabe qué decir: habla seguro pero fuma. Fuma sin parar, un negro tras otro, y las manos, por momentos, le tiemblan en el encendedor, el cigarrillo, y dice que en las últimas semanas incluso lo borraron de los medios, que durante un tiempo lo tenían todos los días en la tapa, que ni que fuera la guerra de las Malvinas, dice, y de pronto más nada: –¿Y vos dónde pensás que vas a publicar esta entrevista? No va a ser tan fácil… Schoklender trabaja mucho con la prensa. Cuando estalló su conflicto con las Madres eligió los medios con los que habló –empezó por Clarín, gran enemigo del gobierno– y lo que iba diciendo: regulando el tono del enfrentamiento. Y la sigue usando: hace unos días estuvo en un programa de televisión contando viejas historias de su juez, Norberto Oyarbide, con taxi boys, prostíbulos, sobornos: apretándolo, para decirlo amablemente. –La realidad es que Oyarbide es la antítesis de lo que debería ser un juez en una república: un lacayo al servicio del Poder Ejecutivo. Schoklender trabaja mucho con la prensa: después, durante las horas que dure esta entrevista, más de una vez me voy a preguntar por qué me habla: qué dice, a quién lo dice, por qué yo. Sergio Schoklender no es muy alto ni muy gordo ni muy flaco, ojos chiquitos entornados, labios finos, una de esas barbas de cinco días que ya no son un azar del momento sino una forma laboriosa de detener el tiempo. Sergio Schoklender tiene una remera –de esas que mi tía Pechuche habría llamado chomba– azul con rayitas blancas y amarillas, un bluyín, anteojos de marco negro angosto y un reloj cuadrado, grande, que le ocupa demasiado de muñeca; las uñas, en cambio, están muy bien cuidadas, dedos cortos. –¿Y cómo fue que decidiste escribir este libro? Porque la excusa de todo esto es esa: un libro. Está por salir un libro suyo, Sueños postergados, que debería contar la otra versión de los escándalos del invierno pasado. Por ese libro, supongo, Schoklender me recibe esta tarde; por ese libro diarios y revistas van a volver a ponerlo en sus portadas. –¿La verdad? ¿La verdad absoluta? –Si se puede elegir… La verdad es que me pagaban un anticipo que nos venía muy bien porque estábamos sin un peso. Esa es la pura verdad. Una cuestión puramente económica. No es el libro que hubiese querido. A ver, es un libro que responde a una coyuntura política muy particular, a un requerimiento de la editorial. El libro que yo hubiese querido es un libro de más anécdotas, más rico en análisis político, el momento que se está viviendo en el mundo. Pero este fue el libro que me permitieron escribir en muy poquito tiempo y que me permitió decir algunas cosas que creo que había que decirlas. Pero el motivo principal fue la plata. Supongo que es su estilo: el que lo hace particular, interesante. Muy poca gente diría que escribe un libro –en el que cuenta cuestiones más que delicadas– por la plata. Aunque muchos lo hacen, aunque muchos pudieran sospecharlo; se supone que nadie dice nada que lo desprestigie mientras pueda evitarlo. Así que dirían que necesitaban sacárselo de adentro, que el pueblo tenía que saberlo, que se lo debían a la memoria de los dinosaurios; no que lo hacen por la plata. Es un estilo: honestidad brutal, digamos. Pero, de algún modo, Sergio Schoklender lleva muchos años dando la impresión de que ya no tiene nada que perder. *** El 31 de mayo de 1981, mañana destemplada, el portero de una casa del barrio Norte de Buenos Aires vio que del baúl de un coche grande, nuevo, estacionado, caía sangre. En esos días toda la Argentina chorreaba sangre, pero se mataba por ignorarlo. Ese chorro, en cambio, se convirtió en la noticia del año cuando la policía informó –en esos tiempos, la policía informaba– que los muertos eran Cristina Silva y Mauricio Schoklender, un matrimonio que vivía con lujos y custodios porque él, ingeniero, dirigía una de las empresas más prósperas de aquel país: Pittsburgh & Cardiff, dedicada, entre muchas otras cosas, a la importación y construcción de submarinos, fragatas, tanques y otras armas de guerra. La noticia era cruda; lo fue mucho más al día siguiente, cuando se empezó a oír que sus hijos eran los asesinos. Años después, cuando la justicia se pronunció sobre el asunto, creyó saber que, aquella noche, todo empezó cuando los Schoklender llevaron a sus tres hijos –Sergio, Pablo y Valeria– a comer a un restorán nuevo de la costanera para festejar el cumpleaños 23 de Sergio. Y que comieron y bebieron y, de vuelta en su departamento de Belgrano, la señora Cristina quiso tener –otra vez– algún modo de sexo con su hijo menor y que los dos hermanos le partieron la cabeza con un palo y la estrangularon con una cuerda. Y que después se pasaron un par de horas discutiendo qué harían con el padre –que seguía durmiendo– y que por fin decidieron matarlo también y que le rompieron el cráneo a palazos y que llevaron los dos cuerpos al baúl del coche, salieron, dejaron el coche por ahí, huyeron cada cual por su lado. Y que Sergio Schoklender se fue a Mar del Plata, se registró con nombre falso en un hotel, se contrató una puta y al día siguiente o al otro, cuando sintió que el cerco se cerraba, se compró un caballo e intentó la penúltima fuga. Su cabalgata no llegó muy lejos. Cuatro años después lo condenaron a 21 años de cárcel; en su declaración se hizo cargo de todo y exculpó a su hermano. Los jueces al principio le creyeron; después, un tribunal de apelación condenó también a Pablo, quien, para entonces, ya había huido a Bolivia. Sergio Schoklender es, en la Argentina, un personaje con una historia demasiado clara, alguien que, durante tantos años, pareció que no tenía nada que perder. Su historia me interesa, me llena de dudas, pero por ahora no le pregunto sobre eso. No sé cómo hacer para preguntarle sobre eso: uno no llega a una casa y le dice a un señor muy amable que te ofrece un café, que te prepara un café en una máquina muy cara, que te pregunta si querés azúcar o sacarina o leche o crema cómo fue que se le ocurrió matar a su mamá. Así que, por ahora, trato de hablarle de otras cosas. LAS CLAVES DE ESTA HISTORIA • Sergio Schoklender, ex apoderado de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, está procesado en Argentina por los delitos de lavado de dinero, administración fraudulenta, asociación ilícita y falsificación de documentos en el manejo de millonarias sumas para la construcción de viviendas sociales con plata del Estado. • Se trata de fondos estatales por un total de 765 millones de pesos entregados al programa “Sueños Compartidos” llevado adelante por la Fundación Madres de Plaza de Mayo en diversos municipios de Argentina. • Los acusados habrían desviado a sociedades y empresas privadas el dinero que el Estado había pagado para la construcción de viviendas. • Entre los implicados están Viviana Sala, ex esposa de Sergio Schoklender, su hermano Pablo, Alejandra Bonafini (hija de la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo), el empresario Alejandro Gotkin, el financista Fernando Caparrós Gómez y el piloto Gustavo Serventich. • En mayo del 2011 la prensa argentina difundió las denuncias de la diputada de la Coalición Cívica, Elsa Quiroz, contra Sergio Schoklender por supuestas irregularidades en compras inmobiliarias y supuesto enriquecimiento ilícito con el dinero público destinado al proyecto de viviendas de las Madres de Plazo de Mayo. PERFIL • Sergio Schoklender • Nació: Tandil, 1958 • Abogado y psicólogo • Libros: Schoklender Infierno y resurrección (1995), Schoklender desde fuera (1997), Sueños postergados (2011). • Situación actual: Procesado por la justicia argentina. • Último cargo: Ex apoderado legal de la Fundación Plaza de Mayo.