¿Qué hay de más desesperante en la tierra, que la imposibilidad en que se halla el hombre feliz de ser infortunado y el hombre bueno, de ser malvado? ¡Alejarse! ¡Quedarse! ¡Volver! ¡Partir! Toda la mecánica social cabe en estas palabras.
“Algo te identifica con el que se aleja de ti”, César Vallejo.
Por Nancy Arellano.
En las recientes semanas hemos visto con profundo dolor más crímenes. El dolor ha llenado el alma de la región: un comerciante humilde venezolano es asesinado en su puesto de trabajo, en Perú, por un sicario de nacionalidad peruana y un joven comerciante peruano es asesinado, en Colombia, presuntamente —aún no se sabe con certeza— por unos sicarios que serían, por la forma de hablar, de nacionalidad venezolana. Hemos presenciado el horror de venezolanos, colombianos, peruanos inocentes ante estos hechos. Se han llenado noticieros, redes sociales y comentarios por doquier. Lo más terrible es la avalancha que ha surgido de odios intestinos aupados por la irresponsabilidad o el interés de algunos actores.
Orlando muere, Silvano muere. Y algo de nosotros murió estas semanas. Decenas de cuentas y algunos voceros fantasmas aparecieron en la penumbra para incitar el odio fratricida. Se fabricaron videos con voces montadas, se usaron imágenes de eventos dispares, se cosieron causas y se produjeron efectos. Peor aún se construyeron, con cemento imaginario, arquetipos colectivos y sañas inexistentes.
En estos días leía a Vargas Llosa, migrante peruano en España, quien declaraba a el diario español El País “A mí me parece magnífico que la gente se conozca, que venza esas resistencias de las cuales nace esa cosa perversa que es el nacionalismo. Tener esa experiencia de las otras culturas, de las otras lenguas, de los otros paisajes, de las otras costumbres establece una comunicación entre las personas como las que establece la literatura”. Paralelamente, sucesos estaban acumulándose en redes, en los noticieros, con mensajes de odio, de xenofobia, de incitación a la violencia por todos lados, por todas partes. Una deshumanización del otro, a niveles escandalosos; y profundamente dolorosos.
La construcción del odio requiere, la mayoría de las veces, poco combustible; pero apagar sus consecuencias en la vida social, es una labor titánica. En Colombia hay, lamentablemente, índices de inseguridad, de delincuencia, de sicariato que aún perviven.
Perú tiene niveles de conflictividad social altos y no es nuevo. Existen mafias que siguen extorsionando a inocentes dentro del territorio: los derechos por los que hoy todos los habitantes de Latinoamérica alzamos nuestra voz son los mismos. El caso de Venezuela es aún más grave, el Estado es cómplice de la mayor red criminal que opera hoy día en Suramérica: el narcotráfico; y eso genera dentro del territorio un “espacio de realización criminal”, una suerte de paraíso delincuencial que cobra en los y las venezolanas vidas diariamente; pero que además empuja a la emigración; como en otros tiempos las FARC en Colombia o Sendero en Perú.
Al analizar el Índice Global de Paz de 2020 elaborado por el Institute for Economics & Peace, el segundo país menos pacífico de la región es Colombia (puesto 140 de 160), solo superado por Venezuela (puesto 149). Ecuador y Brasil, ocuparon las posiciones 90 y 126, respectivamente. Por su parte, Perú, puesto 84 y Chile, puesto 45. Hay razones estructurales para tener como reto encauzar nuestras luchas por un espacio común más seguro, y no para abonar al dolor de las personas y familiares, motivaciones que lejos de ayudar al problema esencial, terminan por pretender circunscribir esto a un tema de nacionalidades.
Culpabilizar a una nacionalidad o a otra es una forma irresponsable de combatir al delito. Menos aún en medio de una crisis humanitaria internacional doble: la pandemia COVID19 (que nos afecta a todos) y la emigración forzada de Venezuela.
Las víctimas no pueden ser criminalizadas y las comunidades de acogida no merecen ser tampoco exhortadas a delinquir o a vivir en una tensión social causada por los formadores de opinión pública.
La responsabilidad recae sobre nuestros Estados: Colombia, Perú y por supuesto, Venezuela. Los Estados deben asumir su rol de formadores de la opinión pública, de articuladores sociales, de responsables de la seguridad y realización personal en el cumplimiento de los mandatos constitucionales y de los compromisos internacionales adquiridos. Así, los medios de comunicación, que deben equilibrar sus preferencias, volver a la imparcialidad en el tratamiento de la noticia.
Para 2019, que es la última cifra disponible, hubo en Perú un total de 2.803 homicidios, unos 7,67 homicidios por día. ¿Cuántos tenían que ver con la presencia de “extranjeros” como para ocupar centimetraje, portadas o numerosos minutos en televisión? Además, resulta curioso que, para diciembre de 2020, “en comparación con el semestre similar al año anterior, la revictimización en las ciudades de 20.000 a más habitantes disminuyó en promedio 2,8 puntos porcentuales” y “víctimas de un hecho delictivo en estas grandes ciudades ha caído 3.1%”[1] Es decir, que ha bajado la delincuencia. ¿Por qué no la percepción y por qué se culpa al extranjero de un “aumento” —inexistente— de la violencia?
Siendo países con una amplia emigración: Colombia (+5millones), Perú (+3millones) y Venezuela (+5millones) abanderarse con arengas —o proyectos de ley, o campañas políticas o discursos— xenófobos no es más que un vil aprovechamiento del más débil. Las etiquetas, los distractores, los detractores de siempre, los discriminadores, la pantalla y el sillón de acusados “fáciles” —porque creemos que no tienen voz— es seguir echando combustible para hacer más difícil enfrentar el reto de construir sociedad, integración y desarrollo. Es insólito que una sociedad mestiza, multiétnica, multicultural y de historia compartida como Suramérica caiga en ello.
Me pregunto entonces: ¿Qué pasa si ud. cambia la palabra “extranjeros” o “venezolanos” por “negros”? ¿Cómo podría ud. sentir el hilo de la noticia? ¿La coherencia del discurso? ¿Suena mal verdad? La nacionalidad es un factor de determinismo geográfico; algo muy ligado al racismo y sustento de las peores políticas del fascismo europeo. ¿Acaso eso queremos para nuestra alegre y fraterna Suramérica? Yo diría con toda convicción que no.
La realidad late. Los derechos sin frontera existen: los Derechos Humanos. El dolor de las familias hoy es plurinacional. Lloran peruanos, colombianos y venezolanos, Suramérica entera, ante el horror. Lloran no por pasaporte, sino por humanidad. Esperamos justicia, y también un trato justo a los que nada tienen que ver en estos temas.
[1] Fuente: INEI (2021) https://www.inei.gob.pe/media/MenuRecursivo/boletines/informe_seguridad_ciudadana.pdf