Desde el 2005, los sucesivos gobiernos no han podido llevar el gas a los hogares de millones de peruanos, sobre todo a los pueblos del sur. Han querido ejecutar la masificación sin que exista una autoridad nacional, sin construir una red nacional de gasoductos, otorgando pequeñas concesiones de Asociaciones Público Privadas con reglas, precios y subsidios distintos. Es hora de sacar las lecciones y diseñar una nueva política de masificación nacional que recupere la soberanía nacional sobre el uso y destino de los recursos naturales.
Los mapas de la infraestructura de gasoductos en Bolivia y Colombia se parecen a una telaraña, recorren todo el país de norte a sur, de este a oeste. Conectan los yacimientos de gas con ciudades grandes, medianas y pequeñas. Proveen de energía más limpia y barata a las industrias, a las centrales eléctricas a gas, a los autos y camiones y, también, a millones de hogares. En el gráfico # 1 vemos el mapa de Bolivia; el de Colombia es similar.
A diferencia de esos países, en el Perú solo hay dos gasoductos que salen de Camisea: uno que viene a Lima y otro a Pampa Melchorita (Cañete) para la exportación a México. Hay un tercero, pequeño, de Humay a Ica. No hay más.
La existencia de una red nacional de gasoductos es condición sine qua non para proveer energía menos contaminante y más barata. Esa red la encontramos en EEUU, en la Unión Europea, en Argentina, en Canadá. Los gasoductos no pueden ser sustituidos por camiones-cisterna de gas licuado o comprimido (salvo en pequeñas cantidades y para lugares específicos) porque su costo es mucho mayor.
En Bolivia la red de gasoductos permitió el impulso a la masificación por la estatal YPFB desde el 2006: hoy existen un millón de conexiones a 5,5 millones de hogares, el 48% de la población (ver gráfico # 2). En Colombia, la red nacional, impulsada por la estatal Ecopetrol (ECP) desde los años 80, le permite llevar gas a 9 millones de hogares: el 71% de la población.
El gas llegó a Lima en agosto del 2004 y sus inversiones fueron ampliamente subsidiadas: pago de aranceles en 7 años, garantía para el gasoducto, venta mínima garantizada por la central de Ventanilla. No olvidarlo. A la fecha tenemos, igual que Bolivia, 1,1 millones de conexiones también para 5,5 millones de hogares, pero acá representan solo el 16% de la población. El 85% de esas conexiones está en Lima (gráfico #2). Siempre el centralismo.
El gas de Camisea está en el Cusco, pero no hay gasoducto ni conexión domiciliaria; tampoco en Cerro de Pasco, Huancavelica, Ayacucho, Apurímac, Junín y Puno. Los pueblos del sur protestan desde hace años porque quieren igualdad.
Quieren lo que tiene Bolivia, Colombia y Lima: gas domiciliario, que es 50% más barato que el GLP. Así, el pago de la energía en el hogar ya no se llevaría del 10% al 15% del salario mínimo.
La masificación en Lima ha avanzado porque hay centrales eléctricas y grandes industrias que consumen abundantes cantidades de gas. Esos ingresos permiten la inversión en las tuberías que atraviesan toda la ciudad para llevar el gas a los domicilios, donde cada uno de ellos consume una cantidad muy pequeña.
Veamos las cifras: en el 2019 los 761.000 hogares (al 2021 son 911.000) son el 93% del total de clientes, pero solo representan el 2% del total del consumo (cuadro #1). Lo contrario sucede con las 24 centrales eléctricas y los 27 grandes clientes industriales: consumen el 72% del total.
Pero esos grandes consumidores no existen en la sierra. La concesión no se puede autofinanciar. La rentabilidad económica no es viable. La política económica y energética tiene que cambiar el “chip” del Estado subsidiario. Lo que existe es la rentabilidad social: el acceso al gas natural como un derecho garantizado por el Estado, igual que el acceso al agua y desagüe y a la electricidad, a los que ahora se agrega el Internet como derecho humano.
Si la rentabilidad económica fuera el concepto eje, en Colombia solo habría masificación domiciliaria en Bogotá y, quizá, en Medellín y Cali. En Bolivia, habría masificación solo en La Paz, Santa Cruz y El Alto.
Pero ese concepto se desechó. Colombia optó en 1991 por un Plan Nacional de Masificación para estimular la exploración, encargar a ECP la construcción de una red troncal de gasoductos, crear una empresa para la gestión de los gasoductos y conformar un mercado con los sectores industrial, comercial y residencial. Hubo importante sinergia con el capital privado: durante muchos años ECP fue accionista mayoritario de Promigas (vendió sus acciones en el 1996). En 1997 se creó la estatal Ecogas para impulsar la red de gasoductos; fue vendida al Grupo de Energía de Bogotá (propiedad de la municipalidad de Bogotá) en el 2006. Promigas y GEB son los inversionistas más importantes en la distribución de gas en el Perú.
En Bolivia, desde el 2006, el Gobierno elaboró el Plan Nacional de Desarrollo Energético y la Estrategia de Hidrocarburos, que fijan los roles del Ministerio de Hidrocarburos y de YPFB (que fue “resucitada”). Se renegociaron los contratos de gas –con participación mayoritaria de YPFB en algunos casos– lo que le devuelve a Bolivia la soberanía sobre sus recursos naturales: comenzó su industrialización y la masificación del gas.
Perú no ha aplicado el criterio de “industria naciente” de Bolivia y Colombia. La “masificación” ha sido desordenada, otorgando concesiones bajo la modalidad de Asociación Público Privada (APP), a través de Proinversión y del MEM (1).
Hoy existen seis concesiones otorgadas: Lima y Callao (Cálidda; GEB y Promigas), Ica (Contugas; Promigas), ciudades del norte (Quavii; Promigas), ciudades del sur (Naturgy, España), Tumbes (Clean Energy) y Piura (Gasnorp; Promigas), cada una con razón social distinta (ver gráfico # 3).
La concesión de las siete regiones de la sierra central y sur, también con APP, ha sufrido múltiples postergaciones desde el 2005 y aún no se otorga porque Proinversión insiste en encontrar lo que no existe: la rentabilidad económica. La cereza del fracaso: las regiones más pobres, ahí donde está el gas, no tienen concesión.
Los regímenes de precios y subsidios son distintos. Lima y Callao e Ica tienen subsidio del FISE y no las demás. Solo Lima e Ica acceden al gasoducto de Camisea a Pisco-Lima y tienen gas más barato. En Piura hay gas en Talara, lo que puede abaratar el costo. No sucede así con Quavii y Naturgy, cuyo acceso al gas tiene sobrecostos. Uno, el costo de licuefacción en la planta de Peru LNG en Cañete. Dos, el transporte por camiones cisterna hasta su destino. Tres, el costo de regasificación en el punto de destino.
Por eso el gas natural en Arequipa y Chiclayo cuesta el doble que en Lima, lo que elimina su competitividad frente a los sustitutos, como el GLP y el diésel (ver cuadro #2) y desincentiva la inversión privada. ¿Se imaginan que, por ejemplo, la gasolina en Arequipa pudiera costar el doble que en Lima? Por eso Naturgy renunció a la concesión en el 2020, siendo reemplazada “de emergencia” por Petroperú.
El Ministerio de Energía y Minas ha retomado el proyecto de gasoducto al sur (SIT-Gas). Recordemos que el Gasoducto Sur Peruano caducó en enero del 2017, pues el consorcio formado por Odebrecht, GyM y Enagas no consiguió financiar el proyecto debido a la corrupción de Odebrecht. Se estima que la inversión en los tubos es de US$ 1.200 millones, pero debe ser objeto de un peritaje. Mientras, se está pagando US$ 47 millones anuales a Estudios Técnicos SAS para que “cuide” los tubos: ya van US$ 180 millones.
Se encargó la revisión del proyecto en el 2018 a la consultora inglesa Mott MacDonald (MMD). Esto era necesario, pues había múltiples acusaciones de corrupción, falta de reservas, de demanda e inflación de costos. Sus conclusiones en el 2020 indican que debe volver a licitarse el gasoducto, pues existen las reservas y la demanda. Además, reafirma que el trazo sigue siendo el de la sierra sur hasta Ilo y Mollendo: es más económico que las otras dos alternativas analizadas, el transporte marítimo y el gasoducto costero (2). La nueva licitación debe ser aislada de las dos investigaciones de corrupción que está realizando la Fiscalía, las que deben seguir su debido proceso.
El gasoducto del sur permitirá, de un lado, desconcentrar la oferta de energía eléctrica (el 50% está en Chilca) con las centrales a gas de Ilo y Mollendo (500 MW cada una) y, de otro, impedir el alza de tarifas eléctricas a partir del 2024. Lo más importante: el gas del Lote 88 que tiene precios regulados dotará de energía barata a los hogares de millones de peruanos, sustituyendo al caro GLP. Y llegará también a autos y camiones, a la industria y el comercio. En pocos años podríamos llegar a la cobertura nacional que hoy tienen Bolivia y Colombia.
La masificación del gas debe ser una política de Estado. Necesita una Autoridad Nacional que lo dirija y que promueva la construcción de gasoductos. Debe haber una política nacional unificada de precios y subsidios. Para la masificación domiciliaria rige la rentabilidad social. La rentabilidad económica va para la industria, el comercio y las centrales eléctricas, principalmente.
¿Por qué los sucesivos gobiernos no han sido capaces de aplicar el ABC de la masificación? La razón central es que los licenciatarios son los dueños de la molécula de gas, de acuerdo a la Ley de Hidrocarburos de 1993. Como el gas (y el petróleo) no le pertenecen al Estado, este se ve limitado en sus atribuciones, por ejemplo, en la decisión sobre el destino de los recursos. Además esos convenios son contratos-ley, conforme al artículo 62 de la Constitución de 1993, y solo pueden ser modificados por acuerdo entre las partes.
Con las reglas actuales, el Estado tampoco puede tener un Plan de Largo Plazo para decidir la futura matriz energética, porque eso podría ser contrario –y en muchos casos lo es– a los planes de los empresarios sobre cómo usar la molécula para beneficio propio. El Estado ha abdicado de sus responsabilidades esenciales en materia energética. Eso debe terminar.
La segunda razón es el principio de la subsidiariedad del Estado en la actividad empresarial (art. 60, Constitución de 1993), que no existe en ningún otro país de América Latina. Eso impide a los funcionarios el impulso a la masificación a través de sus empresas estatales. La subsidiariedad les instala este “chip”: el Estado es siempre malo, hay que reemplazarlo y también recortar el rol de la inversión pública. Es la receta inversa de la fórmula exitosa de Bolivia y Colombia.
Solo así se pueden entender todos los absurdos analizados en este informe. Destaca con luz propia el esquema de las APP para la “masificación a puchos”, concebido para dejar fuera a Petroperú que, sin embargo, ante la renuncia de Naturgy, ha tenido que hacerse cargo de esa “papa caliente”. Está claro: se necesita un consenso positivo de largo plazo para Petroperú, como existe para las estatales de hidrocarburos en Bolivia, Colombia y Chile.
Si nos enrumbamos en esa dirección, entonces sí será posible recuperar la soberanía sobre el destino de nuestros recursos naturales y la llegada del gas a millones de hogares con energía barata y menos contaminante, reduciendo la desigualdad y abriendo el camino a un nuevo pacto social. Esta es solo la primera tarea. Muchas más están en la agenda.
Infografía - La República
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