En medio del dolor de su consternada familia y acompañados por sus numerosos amigos y admiradores, los restos del poeta fueron cremados ayer en la tarde en el camposanto Jardines de la Paz. Nuestro editor general relata aquí, a modo de homenaje, uno de los momentos claves de la vida del poeta.Despedida., Mario Munive/ Antonio Cisneros abrió El libro de Dios y de los húngaros con este poema que es acaso un conjuro contra el escepticismo. ‘Domingo en Santa Cristina...’ describe el reencuentro de un hombre con su fe; la celebración de un retorno jubiloso al cabo de una temporada entre páramos y extravíos. Ubiquemos al poeta en una calle de Budapest. Es un día de invierno de 1974. Lleva quince años sin entrar a una iglesia, pero se acaba de detener frente a una y está decidido. Va a entrar. La misa es en húngaro. Y no entiende una palabra, pero no cabe duda, el sacerdote se dirige a él. Entonces lo abraza la certeza de que es el Señor quien le está hablando. Antonio recordará luego que el poema le salió de un tirón, como dictado por una voz que, sin ser la suya, tampoco sentía ajena. El escrito quedó sobre un papel que pudo ser una envoltura de cigarrillos o la servilleta que las gotas de vino no llegaron a estropear. Volvió a Lima con una caja de zapatos bajo el brazo. Aquí la abrió y de esa montaña de hojas estrujadas y boletos de tranvía rescató los poemas de El libro de Dios y de los húngaros. Aquello ocurrió hace treinta y ocho años. “Fue único; no lo puedes replicar”, sentenció Antonio en una ocasión. Pero ahora este poema está en el equipaje emocional de sus lectores y ellos piensan que sí, que es posible... Una de estas madrugadas, habrá entre ellos quienes celebren un ritual antiguo, insomne, rotundo: les bastará con pronunciar estos versos dominicales para llegar hasta ese templo remoto de Budapest y escuchar allí la misma voz liminal de aquel sacerdote húngaro. Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería al lado Llueve entre los duraznos y las peras, las cáscaras brillantes bajo el río como cascos romanos en sus jabas. Llueve entre el ronquido de todas las resacas y las grúas de hierro. El sacerdote lleva el verde de Adviento y un micrófono. Ignoro su lenguaje como ignoro el siglo en que fundaron este templo. Pero sé que el Señor está en su boca: para mí las vihuelas, el más gordo becerro, la túnica más rica, las sandalias, porque estuve perdido más que un grano de arena en Punta Negra, más que el agua de lluvia entre las aguas del Danubio revuelto. Porque fui muerto y soy resucitado. Llueve entre los duraznos y las peras, frutas de estación cuyos nombres ignoro, pero sé de su gusto y su aroma, su color que cambia con los tiempos. Ignoro las costumbres y el rostro del frutero –su nombre es un cartel– pero sé que estas fiestas y la cebada res lo esperan al final del laberinto como a todas las aves cansadas de remar contra los vientos. Porque fui muerto y soy resucitado, loado sea el nombre del Señor, sea el nombre que sea bajo esta lluvia buena. Tomado de El libro de Dios y de los húngaros. Libre-1 Editores, 1978.