Canción sin nombre
“Quizá sean los incesantes aporreos a una puerta cerrada y un aullido de mujer los que mejor representan la desigualdad de nuestro mundo, pero también nuestras reservas de rebeldía y resistencia”.
Hay historias que por no compartir la misma épica de gestas sociales y políticas, pasan dolorosamente desapercibidas. Ese ha sido el destino de gran parte de los relatos que han tenido que ver con las mujeres, por no responder a las lógicas masculinas de la guerra. También aquí en el Perú, en el relato de los años del fuego cruzado entre Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas y, posteriormente, al documentar la dictadura de Fujimori, ha sido un proceso largo y reivindicativo poner en el mapa, por ejemplo, los casos de mujeres indígenas violadas durante el conflicto o a las esterilizadas sin su consentimiento. Nuestro cine también se ha propuesto contar esas vidas desaparecidas de la historia oficial. Y desde hace un tiempo lo ha empezado a hacer desde la mirada de mujeres cineastas comprometidas con esa memoria invisible. La directora Melina León lo ha hecho desempolvando para su película Canción sin nombre la investigación trunca sobre el tráfico de bebés robados a jóvenes mujeres sin recursos, que el padre periodista de la cineasta cubrió cuando en los medios solo se hablaba de crisis económica, terrorismo y represión. Pero es el clamor ahogado de Georgina, brillantemente interpretada por Pamela Mendoza, lo que reclama el centro de la ficción, un cuerpo despojado que debe recorrer un atroz arenal con el vientre y los brazos vacíos en una clara metáfora de lo que será su vida, un camino de obstáculos e injusticias. Cada lenguaje, de la fotografía en blanco y negro (Inti Briones) a la música (Pauchi Sasaki), se pone al servicio de esta narración preciosista, lírica y contenida de nuestra impotencia. Quizá sean los incesantes aporreos a una puerta cerrada y un aullido de mujer los que mejor representan la desigualdad de nuestro mundo, pero también nuestras reservas de rebeldía y resistencia.