¿Algún día mereceré posar para Mordzinski?, me pregunté hace un tiempo, mientras veía en un periódico, con más placer que celos, fotos que él, el argentino Daniel Mordzinski, el célebre «fotógrafo de los escritores», le había hecho a autores de mi generación durante un festival en alguna parte del mundo. Eran las famosas «fotinskis»: esas inesperadas travesuras suyas donde los escritores son retratados en cocinas, dormitorios, mercados, playas, nunca en bibliotecas ni librerías, con fondos, luces y sombras que nadie más que él consigue ver. En vez de aplicar el método que siguen algunos —escribirle directamente pidiéndole una sesión—, preferí olvidarme del asunto, aunque no del personaje. De hecho, sentí repentinas ganas de escucharlo en entrevistas de YouTube y me quedé impactado por la sencillez, ternura y sentido del humor con que contaba las anécdotas vividas al lado de monstruos mayores de la literatura: desde Borges, Cortázar y Sábato, pasando por García Márquez y Vargas Llosa, hasta Corín Tellado, Salman Rushdie y Vido Naipaul, entre varios otros, todos capturados por su cámara culta. De pronto, nada más por oírlo hablar en esos videos, ya no quería que Mordzinski me tomara fotos. Quería algo todavía mejor: hablar con él. Largo. Hace una semana exactamente, al llegar a Arequipa para participar del «Hay Festival», lo vi de lejos en el primer almuerzo de escritores. La boina gris, la camisa negra, la barba rubia, las pupilas vivas, la sonrisa cómplice. Evité acercármele por un temor que ahora juzgo idiota: no quería que mi saludo se interpretara como una petición para formar parte de su catálogo de modelos literarios. Minutos más tarde, mientras daba cuenta de una merluza frita, el propio Daniel se me acercó por detrás y tocó mi hombro. «No he leído todavía tu último libro, pero quiero hacerte unas fotos». Me atoré de la pura emoción y me deshice en toses nerviosas. Cuando recuperé el habla, solo atiné a decirle que lo admiraba y que lo había visto en YouTube. Debí parecerle un tarado, sin embargo lo disimuló bien con una amable sonrisa y me citó para las cinco de la tarde del día siguiente. Cuando llegó ese momento, estuve tentado de cancelar: el solterito de queso del mediodía me venía zapateando el estómago y además arrastraba unas infames ojeras producto del desvelo de la larga noche anterior. ¿Qué era más imperdonable: decirle «no, gracias» al gran Mordzinski la primera vez que se ofrecía a retratarme, o salir en el retrato con esa cara de indigestión y resaca? Al final opté por lo segundo, subí a la camioneta de Daniel y nos fuimos a recorrer la campiña arequipeña. De pronto sucedió algo, no sabría precisar qué fue, pero sentí que nos unió. Llámenlo onda, energía, electricidad, buena vibra. Conversamos de mi novela, de mi padre, de la Argentina, de la dictadura, de su trabajo como corresponsal, de sus años en París, de sus encuentros con los Nobeles, de sus ganas de escribir los entretelones de sus fotos más famosas. Fue una charla sin pretensiones ni egos revueltos sobre el amor a la literatura y también sobre la soledad, las neurosis, el riesgo. «Pará, pará, que acabo de ver una foto», dijo, frenando de golpe sobre la trocha, como intuyendo algo. Se detuvo entonces frente a un campo de matorrales y me ubicó en medio de unas plantaciones y disparó su cámara buscando triangulaciones con la luz del sol y la cumbre del volcán. «Mirá al cielo, bajá el mentón, abrí los brazos». Yo aguantaba los rayos violeta en los ojos y seguía sus indicaciones. Mordzinski hablaba con pasión, como si buscara fotografiar no solo una situación puntual, sino los sentimientos sin nombre de que estaba hecha esa situación puntual. Pasaría lo mismo una hora después, en el estadio de la UNSA, donde me disfrazó de hincha de Melgar, me colocó en una tribuna y me hizo soltar al aire unos globos desinflados que parecían palomas marchitas que despegaban de mis manos. Antes de eso, me permití una osadía. Cuando aún estábamos entre el camino de tierra y los matorrales, aprovechando que Daniel se puso a jugar frente a un charco abriendo los brazos e inclinándose como un águila a punto de migrar, saqué el celular del bolsillo, le dije « no te muevas» y —click— le tomé una foto, es decir, una «fotinsky». Supongo que hubo un «Hay Festival» privado para cada autor, compuesto de los momentos que más se disfrutaron. En mi inventario figuran necesariamente las dos mesas en que participé —una sobre «Columnistas», con Gabriela Wiener, Jeremías Gamboa y Santiago Roncagliolo; otra sobre «Novelas del Padre», con el español Marcos Giral Torrente y otra vez con el querido Jeremías—, la maravillosa recepción del público en el auditorio de la Universidad San Pablo; el reencuentro con amigos de años atrás, y esas cuatro horas con Daniel, donde las fotografías fueron consecuencia de una conversación que deberíamos continuar en Madrid. ¿Se anima o no, señor Mordzinski?