Cada vez que me toca cocinar solo, lo hago escuchando en YouTube viejas entrevistas a escritores del «boom». Así cubro una urgencia orgánica con un pasatiempo cultural. El doble ejercicio lleva como primera resultante el derribo del prejuicio feminista según el cual los hombres somos incapaces de realizar con éxito dos actividades al mismo tiempo. Falso. UNO. Armo una «cama» con hojas de lechuga romana, rúcula y albahaca, logrando dos tonos de verde para una ensalada sin nombre que promete exuberancia. En simultáneo, a través de los cables de los audífonos llega la voz de García Márquez contando la famosísima anécdota del día en que él y su esposa, Mercedes, llevaron el manuscrito de Cien años de soledad al correo del pueblo mexicano donde vivían para enviárselo a un editor en Buenos Aires. Estaban tan pobres que entre los dos no pudieron completar los ochenta y dos pesos del servicio. Entonces García Márquez resolvió mandar solo la primera parte del libro, pensando que, si al editor le gustaba, luego podría ver cómo costear el envío del resto. Por el apuro, no se percató de que acababa de despachar la segunda mitad. A la salida, Mercedes, abatida, le dijo: «ahora solo falta que la novela sea mala». DOS. Rebano los tomates en rodajas gruesas sin quitarles las semillas (por mucho cáncer bacteriano que produzcan), y las entrevero con los cuadrados minúsculos a que han sido reducidas dos cebollas, blancas y caderonas como señoras pálidas. Igual suerte correrán los apios y pepinos. En mis oídos, Ernesto Sábato decreta que «la inteligencia no sirve para nada, salvo para demostrar teoremas y fabricar telescopios», y enseguida describe como «sabiduría humana» al conjunto de intuiciones, pálpitos y sentimientos de quienes observan la naturaleza y defienden la vida. También habla de los sueños en tanto realidades del inconsciente, diciendo que «un sueño puede ser ambiguo y contradictorio, pero es una gran verdad, porque no está sujeta a la inteligencia». TRES. Diseccionados en partículas simétricas, pimientos rojos, verdes y amarillos caen al interior del cuenco como alegre papel picado. A la vez, escucho al chileno Roberto Bolaño hablar de su mejor amigo, el poeta mexicano Mario Santiago, quien ostentaba una notable extravagancia: leía bajo la ducha (otra demostración de las facultades bidimensionales del varón). «Lo malo es que los libros que leía bañándose eran los míos. Cada vez que iba a su casa siempre los encontraba mojados y yo pensaba que en México llovía mucho», ríe Bolaño. CUATRO. Destapo la palta (o aguacate) como si fuera un corazón de utilería; le retiro la cáscara con delicadeza; le extirpo la pepa con la yema de los dedos, y mutilo sus dos hermosas mitades en tajadas decorativas. En ese instante precisamente oigo a José Donoso contar cómo El obsceno pájaro de la noche le sacó una úlcera que casi lo liquida. Llevaba seis años trabajando en la novela y no sabía cómo salir de ella. Una voz lo atormentaba diciéndole que jamás la terminaría. Entonces se largó de casa pretendiendo olvidarse del libro pero fue al revés. Acabó en un quirófano con la úlcera reventada. «El obsceno pájaro me estaba comiendo las tripas», dice Donoso, que estuvo quince días a punta de morfina, sufriendo ataques de esquizofrenia en los que alentaba a todos los enfermos a escaparse del hospital. Sin embargo, esa crisis fue clave para, en meses, sentarse a terminar la que sería su novela consagratoria. «La locura me ordenó los materiales», asegura un Donoso joven, aún con la barba colorada. CINCO. Esparzo unas veinte alcaparras y un puñado de ajonjolí salteado sobre la montaña de ingredientes, mientras el mexicano Carlos Fuentes cuenta que el primer cuento que escribió, a los diecisiete años, trataba sobre una mujer enana llamada Glena Putt. Veinticinco años más tarde, cuando se mudó con su esposa a Princeton, su vecina les habló de una pintora que quería hacerles un retrato. De hecho, se los hizo. Se llamaba Glena Putt, igual que su primer personaje. «Yo creo que la soñé. La experiencia fatalmente se convierte en destino». SEIS. Finamente pongo a Julio Cortázar hablando de cómo su reivindicación juvenil de la soledad «como un derecho y un orgullo» se convirtió con los años en un sentimiento de culpa. «Ahora siento que darme a otros no es inútil, pero prefiero tener solo dos o tres amigos». Suena parecido a Juan Rulfo cuando explica su retraimiento. «Cuando yo era niño mi padre fue asesinado, mis tíos también. Mi casa siempre estuvo cargada de luto. A eso hay que sumarle los años que pasé en una correccional en Guadalajara, llena de soledad y castigos», murmura, justo cuando termino de bañar la ensalada con un chorro de aceite de oliva, el jugo de dos limones exprimidos y una copiosa lluvia de sal y pimienta negra. Entonces me siento a la mesa. Y aunque almuerzo solo, me parece estar extrañamente acompañado.