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Sociedad

Mujeres en las vías: relatos de un oficio de carga y resistencia

La historia de Nayeli, Xiomi y Miriam destaca el empoderamiento femenino en el transporte de carga pesada en Perú. Estas conductoras enfrentan prejuicios y retos en un ámbito tradicionalmente masculino.

Mujeres que conducen por las carreteras del Perú. Foto: difusión
Mujeres que conducen por las carreteras del Perú. Foto: difusión

Con el sol a punto de tocar la carretera y la neblina todavía arrastrándose sobre el asfalto, el silencio de la ruta se quiebra con el rugido de los camiones. Nayeli, Xiomi y Miriam avanzan por caminos impredecibles, llevando más que su carga: llevan orgullo, resistencia y la libertad de hacer lo que aman.

Estas no son historias de excepción, sino de presencia, de personas que lograron abrirse paso en un oficio que, históricamente, les había sido negado, enfrentando caminos difíciles, largas ausencias y, sobretodo, prejuicios, pero también encontrando libertad, orgullo y comunidad sobre la ruta.

Una herencia familiar

Antes de salir, Nayeli (36) rodea el tráiler con paso lento. Dice que hay que “darle la vuelta al gallo”, mirar que todo esté en su sitio, como una costumbre que nunca se salta. Luego sube a la cabina, se sienta, y por un momento se queda quieta para encomendarse a la Virgencita de Chapi. En el tablero, junto al parabrisas, revisa su pequeño amuleto, su ‘chaskita’, una muñequita entregada por su hijo que le recuerda a su pequeña de tres años. Ajusta el asiento, enciende el motor y arranca. La ruta empieza así, sin ceremonia, como todos los días.

Nació en Arequipa y es la única mujer de su familia que maneja vehículos de carga pesada: “Yo soy la nieta mayor, la hija mayor y la única en mi familia que se dedica a esto”. Comenta que desde pequeña ya sabía que se terminaría tras un volante y agradece a su padre haberle inculcado, de manera indirecta, el amor por su oficio. “Mis padres nunca nos han dicho qué hacer, yo solo lo veía llegar a la casa con su volquete, un carro inmenso al que me emocionaba subirme. Lo tomé como inspiración desde muy pequeña. Creo que, de nacer hombre, yo hubiera sido igual a mi papá”, cuenta emocionada.

Esta también es la historia de Xiomi (30), quien nació en una familia donde el transporte de carga pesada no era un oficio, sino el sustento económico que marcó el rumbo de varias generaciones. “Desde antes de nacer, ya estaba rodeada de camiones”. En Tarma, sus abuelos, vendedores de verduras, descubrieron que trasladar mercancía resultaba más rentable que venderla directamente. Así comenzó todo: primero un camión pequeño, luego rutas más largas y, con el tiempo, una herencia que pasó de padres a hijos. 

Conductoras que cuentan sus historias. Foto: difusión

Xiomi creció viendo partir a su padre, sus tíos y primos por la carretera. A los 15 años aprendió a manejar autos por necesidad: su padre sufrió un derrame cerebral que lo dejó inhabilitado. “Aprendimos a manejar para llevarlo a sus terapias”, recuerda. A los 18 obtuvo su primera licencia. “¿Por qué quedarme con una A1 si podía avanzar?”, se dijo. El camino fue gradual: auto, recategorizaciones, y finalmente el tráiler. A los 23 comenzó a manejar carga pesada de manera esporádica; a los 26, ya de forma estable. 

Como Nayeli y Xiomi, Miriam (47) también llegó a la carretera siguiendo un llamado que venía desde la infancia. Nació en Castrovirreyna, Huancavelica, y aunque creció luego en Huancayo, su vínculo con los camiones se formó mucho antes de saber nombrarlo. Cuenta que su padre fue conductor y murió en un accidente cuando ella tenía apenas cinco años. “No lo recuerdo mucho, pero mi mamá siempre dice que a él le gustaban los camiones, y creo que eso se me quedó”, cuenta. Desde niña miraba los tráileres pasar y pensaba que conducir uno era algo lejano, casi imposible, especialmente para una mujer.

Al terminar la secundaria, quiso dedicarse a la conducción, pero la presión familiar la llevó a estudiar Educación en un instituto pedagógico. “Yo quería ser chofer, pero mi mamá me decía: ‘eso no se estudia, mejor sé docente como tus tías’”, cuenta. Se tituló, pero al egresar no encontró trabajo y comprendió que debía buscar otra alternativa. Entonces volvió al volante, primero como taxista, donde no solo encontró sustento, sino también el camino de regreso a lo que siempre había querido. “Cuando taxeaba y veía pasar los camiones, decía: algún día voy a manejar uno así”, dice. Ese anhelo marcaría el inicio de una lucha que la llevaría, años después, a convertirse en conductora de carga pesada.

Nayeli, la música y el recuerdo

Para Nayeli, el gran punto de quiebre llegó cuando Volvo lanzó cursos de conducción de equipo pesado exclusivos para mujeres. “Es ahí donde se inició mi sueño de operar mi tráiler”. No fue fácil: Ella es madre soltera y dejar a sus hijos para irse a Lima significaba un gran sacrificio. Fue entonces cuando su papá la apoyó sin dudarlo: “Anda, hija, corre, te vamos a apoyar”. Ese respaldo fue decisivo. “Gracias a ello es que soy lo que soy ahora”, afirma. 

Uno de los momentos más duros que recuerda fue en la carretera transoceánica rumbo a Puerto Maldonado. Había llovido sin descanso y un derrumbe se tragó parte del cerro. “Solo quedó tierra suelta”, recuerda. Su vehículo era largo, pesado, y la curva exigía abrirse más de lo normal: “Me hizo sudar, me entraron escalofríos… yo siendo la única mujer y todos mirando cómo llevas la maniobra”. La tierra patinaba bajo las llantas. En ese instante, se habló a sí misma: “Respira hondo. Vamos, Nayeli, tú puedes”. Salió adelante, y al final, algunas personas la aplaudieron desde la carretera.

La soledad es parte del camino, y Nayeli aprendió a convivir con ella. No la esquiva: la acompaña con música. “Ella y yo vamos de la mano”, dice. En la cabina de su tráiler resuenan, en los días felices, los últimos éxitos de la música actual; sin embargo, para combatir la tristeza, la rutina cambia. Los Chapis y los Sanders de Ñaña la regresan a su infancia: “Mi papá siempre escuchaba esas canciones mientras manejaba”. Entonces lo recuerda con su mameluco naranja, al volante del volquete. “Hay una canción en especial, El chofercito carretero, es la que más triste me pone”, confiesa. 

La música, el paisaje y el recuerdo la hacen reflexionar: “A veces me da miedo pensar en el futuro. Hay momentos en que estoy llorando mientras manejo, y otros en los que estoy demasiado contenta, son muchas emociones las que te deja la carretera”. Cuenta que hay un lugar específico por el que le gusta llevar su camión, y en el que se queda un momento para ver el atardecer: “Hay un lugar en Puno, un lago llamado Lagunillas, ahí me gusta quedarme a ver el atardecer. Si voy acompañada o encuentro a alguien, nos fumamos un cigarro antes de continuar”.

Su trabajo, reflexiona, no solo le ha dado un oficio, sino que le enseñó a valorarse: “A valorar mi esfuerzo, mi capacidad, a valorarme como persona”. Se reconoce como una mujer empoderada, decide cuándo avanzar y cuándo detenerse, cómo enfrentar una curva complicada, cómo cuidar la carga y su propia vida: “Yo tomo mis decisiones al volante”.

Hoy transporta combustible en semitrailer y sueña con recorrer nuevas rutas, como las carreteras del norte donde cae nieve. Pero si hay algo que la impulsa más que cualquier ruta pendiente, son sus hijos. Entre ellos, hay uno que se ha convertido en su mayor fan: su niño de 12 años. Él no duda ni un segundo cuando habla de ella. La presenta con orgullo, muestra sus fotos, repite una frase que a Nayeli le infla el pecho incluso en los días más duros: “Mi mamá es trailera”.

Xiomi, la heredera de las vías

Xiomi pertenece a una familia de transportistas: abuelos, tíos, primos, todos hombres, todos al volante. Sin embargo, aprendió por necesidad. Su padre, que también trabajaba en el transporte de carga pesada, sufrió un derrame cerebral que lo dejó fuera del trabajo, por lo que fue su mamá quien tomó la administración del negocio. 

La vida familiar empezó a organizarse alrededor de nuevas urgencias: llevarlo a terapias, moverse, resolver lo cotidiano. Manejar apareció entonces ya no como un deseo, sino como una urgencia. Su hermano menor aprendió primero, pero Xiomi era la mayor y sería la primera en cumplir dieciocho, la primera en poder sacar licencia. Fue él quien le enseñó. 

En su unidad, transporta de todo: postes, estructuras, tubos, contenedores. Cargas que pueden llegar a las 33 toneladas. Tiene su propio vehículo, su compañero al que llama ‘Bonnie’. “Solo cuando me subo a él y cierro la puerta siento tranquilidad”. Antes de salir, baja, camina alrededor, golpea las llantas con el martillo, revisa luces y niveles, vuelve a subir y deja que el motor caliente un poco. Aunque el tablero avise, prefiere mirar con sus propios ojos. Siempre se persigna. No realiza promesas o alguna cábala complicada: “solo pido llegar con bien y regresar a casa”.

A veces, cuando el camino se abre y hay lugar para detenerse, frena despacio. No por cansancio, sino por la necesidad de mirar. Su atardecer favorito es el del sur. “Me gusta cuando el sol se oculta en medio de la panamericana, cerca a la salida de Pisco o por Cañete”. Entonces, se orilla en la carretera y se baja. Es de las que le gusta tomar fotos para el recuerdo. “Me asombro de mí misma y pienso en todo lo que he logrado. Simplemente, agradezco estar ahí”, confiesa. 

Piensa entonces en la vez que le tocó pasar su cumpleaños en la carretera. Confiesa que, lejos sumirse en la nostalgia, siempre trata de animarse y mantener una actitud positiva: “Solo me dije a mí misma que ya vendrían mejores días, que continuaría cumpliendo mis metas. Así que lo único que hice fue llevarme a cenar y luego regresar a trabajar”.

Tiene claros los riesgos del camino. No le teme tanto a su manejo como a la imprudencia ajena. “Si tú no haces, te la hacen”, dice, refiriéndose a esos segundos en carretera en los que alguien más puede cometer un error que te cambie el día, o la vida. Están también los robos en ciertas rutas, la vulnerabilidad que aparece cuando el camión avanza lento, cargado, expuesto. Todo eso también la acompaña mientras maneja, aunque casi nunca se diga en voz alta.

He escuchado historias duras de otras conductoras. Compañeras que tuvieron que enfrentar situaciones injustas: “Supe de una amiga a la que un supervisor la acosaba y, como ella no le hacía caso, la sacó del trabajo. Parece que tenía influencias, porque le costó encontrar otro trabajo”. Xiomi hace una pausa y dice, sin énfasis, casi como un dato aprendido en el camino: “Todavía hay quienes creen que las mujeres están ahí para ellos”.

Su ruta suele moverse entre el centro y el sur del país. Ayacucho es, hasta ahora, el punto más lejano al que ha llegado. El centro le exige más, pero también le da curiosidad: curvas cerradas, subidas largas, bajadas que obligan a medir cada maniobra. “Ahí no puedes confiarte”, dice. El norte lo conoce solo por lo que se cuentan entre colegas: robos en plena subida, autos que se pegan al camión cuando va lento y aprovechan el peso para llevarse mercadería. A eso le llaman la “patinadora”.

Lo más duro, dice, fue el cansancio de los primeros años, el cuerpo aprendiendo a otro ritmo, el sueño que se acumula cuando se duerme pocas horas en la cabina y aun así hay que seguir. Aprendió a madrugar, a escuchar al cuerpo, a no forzar cuando el cansancio avisa. Con el tiempo llegó la costumbre, una forma distinta de estar despierta y atenta.

Lo mejor vino por otro lado: el viaje mismo, las rutas conocidas, los paisajes que cambian, las personas que aparecen y desaparecen en los paraderos, los colegas con los que se cruza una y otra vez sin necesidad de demasiadas palabras. Eso, dice, no lo cambiaría.

Xiomi no habla de romper moldes ni de gestas personales. Habla de trabajar, de cumplir, de llegar bien y volver a casa. Y dice que le gustaría que algún día fuera normal encontrarse con más mujeres en los paraderos, sentadas a la misma mesa, desayunando antes de seguir ruta. No como una rareza que llama la atención, sino como parte del paisaje cotidiano del camino.

Miriam, ‘la pionera del volante’

Miriam, madre de familia, crió a su hija entre rutas, paraderos y largas jornadas. “Mi hija iba siempre conmigo, se crió en el asiento a mi costado, como si fuese su cuna”, recuerda. Había egresado de la carrera de docencia, pero la falta de trabajo en Huancayo, a donde se mudó tras el fallecimiento de su padre, la arrojó tras el volante de un taxi. “No me preocupaba tanto por lo que había estudiado; ya estaba más tranquila trabajando en el taxi”, dice. 

Se adaptó a esa rutina, participando en cumpleaños y actividades del jardín de su pequeña. “Cada vez que había una actividad, yo paraba mi taxi y nos íbamos. Así iba creciendo mi hija, y yo también aprendiendo con ella”, recuerda.

Con su niña al lado, empezaba a pensar en dar un paso más. El taxi ya no era suficiente: quería acercarse a su verdadero sueño, conducir camiones grandes, por lo que en 2010 pudo recategorizar su licencia. No fue fácil. Intentó sacar la A3, que te permite manejar vehículos de más de 6 toneladas, en Cerro de Pasco, pero le dijeron que no podía ser mujer conductora: “Me dijeron que las mujeres no podían, que ya trabajaba en taxi, que para qué necesitaba una 3C”. 

Así, con insistencia y después de viajar a Lima para cumplir requisitos, logró sacar la A3B. Esa licencia le abrió la puerta a su primer trabajo como operadora de camión volquete en Ecosem Huaraucaca, en la zona minera de Cerro de Pasco. Ella da gracias y nunca olvida el nombre de quien le abrió las puertas: César Veraún, jefe de transporte. “Oh, una mujer, excelente, creo en las mujeres, confío en ellas y hacen muy bien su trabajo. Yo creo en ti, te voy a dar la oportunidad”, recuerda que le dijo. 

No había muchas mujeres en el rubro y por lo que escaló muy rápido enfrentó la desconfianza, comentarios despectivos y microagresiones: “Vaya a cocinar, búscate un marido, esto es para varones”, le decían algunos compañeros. Pero ella nunca se dio por vencida. Aprendió a manejar la maquinaria, a reconocer sus límites y a apoyarse en mecánicos cuando hacía falta.

Después de un año y medio, Miriam buscó nuevas oportunidades. Recuerda la primera vez que le comentó a su madre que quería estar tras un volante: “Ella se rió y me dijo ‘cómo vas a ser chofer, si para eso no se estudia’. Nunca se le pasó por la mente que yo sería conductora”. Cuando finalmente lo logró, las risas cesaron y, por el contrario, nació una preocupación que provenía del pasado. “Tu papá falleció siendo conductor, yo no puedo aceptar eso”, le dijo.

“Yo empecé con el taxi, luego fui volquetera, conduje camión pesado y finalmente pasé para semitrailer”, comenta. Recuerda sus momentos de felicidad, miedo y tristeza. En una ocasión, quedó atrapada durante un paro en La Oroya. Todos los vehículos estaban varados y la turba comenzó a destruir los carros: “Llegué a las 3 a.m. y ya estaba todo cerrado. La Policía estaba intentando mover los carros, cuando una turba se abalanzó contra todos”.  

Entonces, se quedó en su asiento. “Acurrucada”, dice. Cuando llegaron a su auto rompieron todo: parabrisas, espejos y los faros. Sintió cómo las astillas del parabrisas golpearon su rostro, y terminó con un corte en el ojo por el que tuvo que asistir al oftalmólogo.”Desde entonces trato de ser más precavida”, comenta.

Miriam también aprendió a manejar la soledad de la ruta y la distancia de su hija. “Un día regresé y la vi grande por primera vez. La dejé como niña y tuve uno de esos momentos en los que te das cuenta que ya creció. Ella ya tenía 12”. Quiere aprovechar cada instante juntas, pero al mismo tiempo, comprende que su trabajo es su pasión y que su independencia es parte de su identidad. “Quiero enseñarle a mi hija que los sueños se cumplen si uno se esfuerza y no se deja limitar por el miedo de los demás”, dice con orgullo.

Con el tiempo, se ha convertido en un referente para otras mujeres. Sus videos en redes sociales, inicialmente hechos con cierto temor, empezaron a generar admiración y apoyo. “Me reconocen en la ruta, gracias a ello me han ayudado en muchas ocasiones”, agradece. Para Miriam, esto es un recordatorio de que su camino no es solamente suyo, sino que puede inspirar a otras a seguirlo.

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