Se llamaba Alejandra. Tenía leucemia y, como muchos niños que viven fuera de Lima, llegó a la ciudad para iniciar un tratamiento que no encontraba en Cusco, la región en la que nació. Cuando no estaba en el hospital Rebagliati, ella y sus padres se alojaban en la Casa Ronald McDonald, una institución que sirve de hogar temporal a niños que enfrentan enfermedades complejas. Su llegada a ese lugar se dio en un contexto difícil. Muchos chicos habían muerto ante el avance agresivo de sus males y sin que los voluntarios de la casa Ronald pudieran hacer nada. Mónica Pfeiffer era uno de ellos. Formada como voluntaria desde 2007, fue la responsable de que la casa Ronald llegara al Perú en el 2013, bajo el auspicio de la conocida cadena de comida rápida.
Mónica es una persona sensible, pero al inicio de su gestión como directora de la casa Ronald quiso ser algo distinto, una líder que no se permitía llorar, que alentaba a los demás, que sentía que debía sostenerlos. Ser fuerte, o lo que todos entendemos por fortaleza, esa era su meta. Así que, cuando las muertes de niños alojados en la casa se hicieron más frecuentes, empezó a cuestionarse a sí misma, a lo que ella llama “su misión”.
“Yo no estaba preparada para ver morir a los niños, no tenía las herramientas que tengo hoy. (...) Cuando los niños fallecían era superdoloroso. Empecé a pelearme con la misión. Me sentí frustrada. Mi fe se quebró”, cuenta.
Como un último recurso, se aferró al caso de Alejandra. Si la pequeña se salvaba —pensaba— todo su trabajo tendría sentido.
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El tratamiento de la niña en el Perú ya no daba resultado. Debía viajar a España para someterse a un trasplante de médula ósea. Pero todo se retrasó. Cuando llegó a Madrid, los médicos le dijeron a sus padres que ya no se podía hacer nada y que volvieran a casa.
Alejandra murió en el Cusco, poco antes de cumplir los 6 años.
Mónica se guardó la noticia. No se la contó a nadie en la casa Ronald. Ante el dolor, pensó en dejar su puesto y cambiar de rubro.
Directora. Mónica Pfeiffer lleva muchos años trabajando con chicos que enfrentan enfermedades complejas. Dice que esa es su misión. Foto: difusión
Un día, los padres de Alejandra llegaron de improviso a la casa Ronald. Mónica pensó en no recibirlos, no se sentía preparada para consolarlos, pero ellos entraron a su despacho. Se echó a llorar al tenerlos cerca y fueron ellos quienes la calmaron. Le explicaron que antes de morir su niña había pedido donar sus juguetes a la casa Ronald. Le contaron que se fue sin sentir dolor, ayudada por los cuidados paliativos y el seguimiento que le dieron unos médicos en Cusco. Los padres estaban en paz y Mónica entendió que, ante la proximidad de la muerte de un niño, se podía hacer algo más.
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“Aquellos que tienen la fuerza y el amor de sentarse con un paciente en fase terminal, en un silencio que va más allá de las palabras, saben que ese momento no es aterrador ni doloroso, sino un cese pacífico del funcionamiento del cuerpo”. La frase es de Elisabeth Kubler Ross, la psiquiatra suiza que estableció los cimientos de lo que hoy se conoce como cuidados paliativos, un concepto que propone acompañar a los enfermos en el último tramo de sus vidas bajo las siguientes reglas: control adecuado de los síntomas, alivio del dolor, comunicación sincera, y apoyo emocional a las familias antes y después de la muerte.
Mónica se inspiró en el trabajo de esta especialista para concebir el proyecto que hoy la ocupa. En 2018, después de dejar la casa Ronald, se mudó al Valle Sagrado, en el Cusco, y desde allí planificó lo que será Casa Khuyana, un hospicio gratuito para niños en fase terminal. Mientras buscaba un terreno entre las montañas cusqueñas, también se iba formando como tanatóloga, llevó cursos en la Fundación Kubler Ross México, en la Fundación Paliativos Sin Fronteras de España, se puso en contacto con los dos hospicios pediátricos que hay en Latinoamérica, en Guatemala y Chile, y estudió para ser doula de fin de vida, un concepto antiguo, similar al de las parteras, pero que tiene como objetivo dar bienestar a los que esperan lo inevitable.
Cifras. Cada año, el Minsa y Essalud diagnostican a 1.800 niños con cáncer. Unos 400 de esos niños llegan en estadios avanzados a los centros de salud. Foto: difusión
Los comuneros le llaman Parque de Amores, es un lugar a 10 minutos de la plaza principal de Calca, en la ladera de un cerro que pertenece al sector Patapata. Lo rodean los apus Pitusiray, Calvario, Caucán y Uchoy Cosco. Esas son sus montañas protectoras.
Allí, rodeado de eucaliptos, molles, capulíes y sembríos de maíz, está Casa Khuyana, un complejo de 3.000 metros cuadrados, que acogerá sin costo alguno a niños de todo el Perú y a sus padres.
“Khuyana significa digno de amor y comprensión en quechua”, me explica Mónica, mientras me muestra todo el complejo.
El Covid-19 le dejó como secuela una fatiga que la acompaña mientras camina por las laderas de Patapata. Pero eso no la detiene. Me muestra el ingreso a Khuyana, las áreas administrativas, la oficina y la vivienda del pediatra que comandará a las enfermeras que atenderán a los chicos, también su propia oficina, una estructura flotante que le da un poco de vértigo, hasta que llegamos a la gran X.
Las 10 habitaciones familiares de Khuyana forman una enorme intersección, que en el medio tiene un área de juegos, sala de lectura y de computación. En cada habitación podrán alojarse un niño y dos familiares. Será una casa antes que un espacio hospitalario. Aun así, habrá todo lo necesario para garantizar el bienestar de los chicos, desde conexión a oxígeno hasta camas clínicas.
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Y la vista, dividida del exterior por enormes mamparas, siempre dará a las montañas.
Proyecto. Vista de cómo se verán las áreas comunes y las habitaciones de Kuyhana cuando estén terminadas. Foto: difusión
Hasta hoy, han avanzado con contribuciones voluntarias. Tienen el 85% de la obra terminada, pero faltan muchos acabados. Mónica tiene historias de todo tipo de donaciones. Está la del hombre que la llamó y puso lo necesario para comprar el terreno, la del dueño de un grifo que abastece de combustible a los vehículos que trabajan en Khuyana, la del maestro panadero que ha prometido construir un horno artesanal para preparar pizzas, y la de los esforzados obreros de la comunidad de Llicllec, vecina del complejo, que entienden la importancia de lo que están construyendo.
Son muchas voluntades, pero no son suficientes.
“Cuando un niño sabe que va a morir —dice Mónica— le preocupan tres cosas: dejar un legado, quizá regalar sus juguetes; estar acompañados en el último momento y tener la certeza de que no serán olvidados”.
Es el final más humano posible. Es la misión de Casa Khuyana y la de una mujer que entendió que la dignidad debe acompañar nuestro último aliento.