"Lo que nunca intuimos a cabalidad es que lo que fuimos descubriendo a lo largo de un lustro apenas constituía la punta de un iceberg".,El pasado 22 de octubre se cumplieron tres años desde que Paola Ugaz y el arriba firmante lanzáramos Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015). Desde entonces, el Caso Sodalicio se quedó impregnado en la retina de la sociedad peruana. El libro gatilló un huayco de reportajes y nuevos destapes, así como la aceptación con fórceps de las autoridades sodálites sobre las atrocidades perpetradas. “Solo la sombra del libro (antes de publicarse) hizo emerger la luz de la confesión”, dijo Gustavo Gorriti en el LUM, aquella noche. Y luego escribió en El País: “No hay muchos casos en los que un libro se imponga así antes de ser leído. Este lo fue”. Lo que nunca intuimos a cabalidad es que lo que fuimos descubriendo a lo largo de un lustro apenas constituía la punta de un iceberg. De un iceberg inconmensurable, déjenme añadir. Porque la cosa no acabó ahí. Fueron apareciendo más alarmantes revelaciones y más hallazgos inusitados. A partir de ello se han producido algunos hitos. Entre los positivos: se confirmó en Caretas que Luis Fernando Figari ya exhibía conductas de depredador antes de la fundación del Sodalitium Christianae Vitae, en 1971. Se creó una comisión investigadora que actuó, a pesar del Sodalicio, de manera absolutamente independiente, y que, además de confirmar las denuncias, mostró otras, inesperadas, como la de los esclavos de Figari. La fiscalía abrió una investigación de oficio. Cerraron las “casas de formación” de San Bartolo. Nuevas víctimas sexuales aparecieron dando la cara, como Álvaro Urbina. La investigación fiscal se amplió y se centró en los delitos de asociación ilícita, secuestro (mental) y lesiones graves. Quedó claro que el tópico económico en el Caso Sodalicio es una suerte de dimensión desconocida, alrededor del cual se sabe poco o nada. El Congreso de la República formó una comisión investigadora presidida por Alberto de Belaunde. El Teatro La Plaza estrenó en Lima la obra San Bartolo, escrita y dirigida por Alejandro Clavier y Claudia Tangoa, basado en testimonios de víctimas del Sodalitium, cuyo impacto removió más de una conciencia y le abrió los ojos a miles de espectadores. Muchos consagrados (y consagradas de la rama femenina) decidieron apartarse de las fundaciones de Figari. Entre los negativos: el rol de la iglesia fue patético. El episcopado peruano solo emitió comunicados y notas de prensa, en lugar de reunirse con las víctimas del Sodalicio. Las autoridades vaticanas montaron una investigación trucha, la cual se articuló desde la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica. Jamás tomaron contacto con las víctimas sexuales de Figari, hasta el día de hoy, pese a que sugieren haberlo hecho en la nauseabunda resolución que supuestamente “sanciona” al iniciador del Sodalitium. La actuación de las autoridades sodálites siempre fue ambigua y jugó al doble discurso. Figari nunca fue expulsado de su obra. El movimiento católico no le hizo ni puñetero caso a lo medular de las recomendaciones de la primera comisión. Los cómplices y encubridores de mantener viva la cultura totalitaria de abuso de poder continúan en dicha asociación como si fuesen inocentes y mansas palomas. Muchas de las reparaciones fueron cicateras y otras tantas víctimas reconocidas por la primera comisión fueron excluidas luego, y no pocas fueron despiadadamente revictimizadas. Por último, pero no menos importante, el Sodalicio jamás fue disuelto.