Después de los acontecimientos de esta semana deben ser pocos los políticos peruanos que aguardan la llegada del año nuevo. La prisión preventiva decretada contra los representantes de las constructoras peruanas que se asociaron con Odebrecht para hacerse con la concesión de los tramos II y III de la carretera interoceánica –previo pago de una coima de US$ 20 millones a Alejandro Toledo– y el allanamiento de dos inmuebles del partido Fuerza Popular son dos acontecimientos que apuntan en un mismo sentido. El 2017 fue el año de la judicialización de la política peruana. Con el transcurrir de los meses las actuaciones del ejecutivo, del legislativo, de las agrupaciones políticas y de la opinión pública se han ido subordinando a las decisiones de los jueces, y ahora parecen depender exclusivamente de ellas. La exclusión de Jorge Barata de todos los procesos pendientes con la justicia peruana permitirá la llegada de la declaración ofrecida por Marcelo Odebrecht en Curitiba y la colaboración eficaz del propio Barata, que comenzará en enero. Lo más probable es que el desfile de revelaciones y encarcelamientos se acelere, apuntando cada vez más alto en el escalafón de nuestra clase dirigencial. Las prisiones preventivas se han convertido en un peligro muy real para muchos de quienes celebraron su aplicación contra Ollanta Humala y Nadine Heredia. Con todos estos ingredientes, el 2018 se anuncia turbulento. Lo más probable es que nos haga recordar al año 2000, cuando el gobierno de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos se desmoronó por los escándalos de corrupción y las violaciones contra los Derechos Humanos. Ni la llegada del Papa ni el mundial de fútbol servirán para atemperar el ambiente de crispación, caldeado por arrestos e intervenciones, acusaciones e insultos, ataques y defensas. Al abanico de procesos de Odebrecht –que sin duda seguirá creciendo– se le sumarán los casos de las demás constructoras brasileñas, un territorio casi inexplorado. Cataclismos de esta naturaleza ocurren muy pocas veces, y los peruanos tendremos el dudoso privilegio de presenciar el segundo en menos de 20 años, con una salvedad que no es menor: esta vez no se tratará de la jubilación de un solo partido, sino de prácticamente la integridad de la clase política. Este desembalse de suciedad deberá estar acompañado por un nuevo proceso de regeneración nacional. A diferencia del que siguió a la caída del fujimorismo –dejado a medias por una mezcla de apatía y conveniencia–, esta vez tendremos la obligación de empujarlo hasta las últimas consecuencias, impidiendo que la amnesia vuelva a despintar la línea que distingue al bien del mal. ¿Cuántas nuevas oportunidades creemos que nos dará la historia para aprender de nuestros errores?