“Buscando Esperanza” es el nombre del colectivo que producía el aceite de marihuana medicinal, hasta que fueron intervenidos por la policía. Luego, como si este acto absurdo no fuera lo suficientemente cruel, la 52 Fiscalía entabló denuncia penal contra la señora Álvarez, una de las promotoras del colectivo. ¿Su delito? Producir aceite medicinal para la esclerosis tuberosa de su hijo. Al no poder seguir dándole el producto que elaboraban, sus convulsiones pasaron de dos diarias a setenta. Sin proponérselo, ella y las otras personas que procuran aliviar el sufrimiento de sus hijos o familiares con epilepsia, Parkinson, cáncer y muchos otros males, nos representan a todos. En una sociedad donde el atraso informativo e ideológico produce injusticias atroces como la mencionada, la esperanza es un bien esquivo y por ello tanto más preciado. Tomemos otro caso de abuso inmisericorde: el del encierro de Nadine Heredia. No haría falta para la argumentación, pero dado el ambiente de sospecha permanente que infecta nuestros intercambios, lo aclaro: no tengo la menor simpatía por la señora Heredia y sí graves dudas acerca de los crímenes que se le imputan a su esposo. Pero lo cierto es que ella puede ver dos horas a la quincena a sus hijos cuando ni siquiera está acusada. Eso no solo es injusticia. Al igual que en el caso de Ana Álvarez, es crueldad. Ambos casos, además, evidencian otro de los aspectos más deficientes de nuestro funcionamiento democrático: la intimidación del poder. Fiscales y jueces se atreven con las señoras Álvarez o Heredia porque ellas nada pueden hacerles. En cambio hacen malabares jurídicos para evitar tocar a Keiko Fujimori o Alan García. En el caso de la primera, no hace falta ser un arúspice para darse cuenta de a qué le temen nuestros magistrados. No solo tiene una bancada numerosa y agresiva a su disposición: podría llegar a ser la próxima presidenta del Perú. Tiemblan los tribunales. En el caso del segundo el asunto es más complejo. Aquí entramos en el terreno del mito. Tanto se ha repetido que su influencia en el Poder Judicial lo hace intocable, que hemos terminado por creerlo. Lo propio, imagino, sucedía con Marcelo Odebrecht o los capos de la mafia siciliana. Hasta que aparecieron los jueces de la operación Manos Limpias en Italia o el alcalde Leoluca Orlando en Palermo. O bien los jueces Garzón en España y Moro en Brasil. Entonces todo cambió. El mito se desmoronó y la justicia se abrió paso. Nunca perfecta, demás está decirlo. Pero avanzó y hoy los resultados comienzan a atravesar nuestras fronteras, del mismo modo que Pinochet fue detenido en Inglaterra o Fujimori en Chile. Por eso el colectivo de madres que luchan por la calidad de vida de sus hijos es la punta de lanza de un esfuerzo por lograr una sociedad más justa y compasiva. Lo mejor de todo esto es que lo están consiguiendo, como se demuestra con los proyectos de ley de diversas fuerzas políticas.