
Muy particularmente, de aquellos aciagos días en los que yo era un adolescente, recuerdo el amanecer del martes 22 de noviembre de 1988. Paro armado de Sendero Luminoso, terrorismo sanguinario que, salvo por los apagones, aún no se dimensionaba cabalmente en el eterno Miraflores. 32 torres de alta tensión habían sido voladas durante la madrugada. Estábamos acostumbrados a eso, a los apagones, al dólar por las nubes (sobre todo después del frustrado intento de estatización de la banca peruana), a las colas, a los intis, al miedo, al toque de queda, a la hiperinflación, al anfo ruidoso y aún distante, a los motines, a la muerte ajena.
Hablo desde mis privilegios, claro, que nunca me dejaron con hambre a pesar de la crisis, de los paquetazos y de la pobreza galopante que daba latigazos a la mayoría del país. Ese martes, sin embargo, ocurrió algo a lo que, afortunadamente, nunca tuve que acostumbrarme y que nos unió a todos los limeños en toda nuestra diversidad, pero de manera traumática, con crueldad y ensañamiento. Lamentablemente, lo que nos hizo nación, por un día, fue algo putrefacto.
Sí, insólitamente putrefacto, aunque, siguiendo la cadena de catástrofes nacionales, podría considerarse la apestosa cereza de la torta ultratóxica que era la situación de nuestro entrañable (¿?) Perú. Vamos, en ese momento, cada día podía ser peor que el anterior y a los atentados y los precios por las nubes se le agregó el amanecer más bizarro posible. Ni los sobrevivientes a Alan I lo imaginamos, aunque lo debimos ver venir. No, imposible ver venir algo así. Estaba en quinto de media, tenía 16 años y compartía el baño con mi hermano. El colegio empezaba a las 8, por lo que a las 6 y 45 desperté para alistarme. Apagón, penumbra clara del inicio del día, se podía ver el baño oscuro, las manijas.
Fui el primero de la casa en despertar, nadie me avisó. A bañarse, me dije. Abrí el caño, mucha agua caliente y algo de agua fría, cayó sobre mi cuerpo, lo esperado. De pronto, un olor muy extraño, por el contrasentido de su origen, se apoderó de la ducha. Parecía caca, mezclada con algún químico, pero olía a caca. Me olía, me secaba, no era yo, no era el baño, era el agua. Y el agua estaba con caca, olía a caca. Fui al colegio oliendo a caca, el bus olía a caca, mi camisa olía a caca, todos mis compañeros y profesores olían a caca. ¿Se imaginan?, los coliformes habían invadido el agua potable. Lima bebió caca. Un “error técnico” de Sedapal había mezclado la Atarjea con el desagüe.

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