La muerte de un Papa no es como cualquier otra. El pasado 31 diciembre, el expapa Benedicto XVI falleció a los 95 años. En unos tres días de velorio recibió la despedida por parte 195.000 feligreses y, finalmente, este jueves 5 de enero ha sido enterrado junto al pontífice Juan Pablo II.
Aunque el papa emérito no recibió un entierro, como cualquiera de sus predecesores, ya que renunció a su cargo en el 2013, de todas formas se tuvieron que cumplir una serie de protocolos que se suelen aplicar cuando fallece algún máximo representante de la Iglesia Católica.
Con el tiempo, estos han ido cambiando, como la costumbre de comprobar la muerte de un papa dándole golpes con un martillo en la cabeza.
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Hasta el siglo pasado, después de la muerte de Juan XXIII en 1963, el fallecimiento de un papa debía ser verificada con el procedimiento del golpe de martillo. El procedimiento estaba a cargo del camarlengo de la Iglesia, cardenal encargado por el gobierno de la misma en caso de que el poder esté vacante.
Él “debe constatar oficialmente la muerte del pontífice”, afirma la Constitución apostólica publicada por Juan Pablo II en 1996. Asimismo, este acto debe darse en presencia del maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, de los prelados ordenados, del secretario y canciller de la Cámara apostólica, quien redactará el documento o certificado de defunción auténtico.
Como se sabe, Benedicto XVI no murió ejerciendo el cargo, por lo que, a diferencia de sus predecesores, él no vistió el palio papal, la cinta de lana con cruces que se coloca sobre los hombros del pontífice y que simboliza la potestad de gobierno en una determinada jurisdicción; sin embargo, si se le colocó sobre su ataúd.
Por otro lado, el expapa tampoco lleva la cruz pastoral, el bastón rematado con una cruz que tiene un significado paralelo al del palio, ni los zapatos de color burdeos tradicionales, si no llevará zapatos negros.