Por Nancy Arellano (articulista invitada).
El Estado es por definición un ente producto de cinco componentes: territorio (como dominio efectivo sobre el espacio físico), población (personas/sociedad), nación (como cultura e identidad de las personas), sistema jurídico-político (instituciones articuladas) y reconocimiento de la comunidad internacional (que ocurre con base al reconocimiento de la soberanía ejercida sobre los demás componentes y la admisión de que sea parte de un sistema multilateral).
Empiezo por el Estado porque todos y todas estamos sometidos a él, donde sea que vivamos y siendo o no nacionales o ciudadanos de ese Estado. Basta con residir para estar bajo el control de este, por acción u omisión, porque el Estado genera políticas públicas en ambos casos, afectando, por su actuar o ignorar, la vida de las comunidades diversas que conviven en él.
Me gustaría, además, señalar que, desde que los Estados existen como Estado Nación y se reconoce el sistema internacional (por ahí en la época de La Paz de Westfalia en 1648), ha existido una sana tensión entre los componentes del mismo. La búsqueda ha sido en cómo puede el poder pugnar internamente y sobrevivir externamente. La propia tensión llevó y condujo a la asimilación de la democracia como el mejor sistema y luego de dos guerras mundiales en un mundo cada vez más potente en capacidad bélica, a delimitar el sistema de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
Sin el reconocimiento de los DD. HH., el Estado, como ejercicio de Gobierno, no tendría más límites que sí mismo, razón por la que el rol de los actores sociales, entendiendo que existen los DD. HH., en el marco del Estado de Derecho, es indispensable e insustituible.
El Estado enfrenta el reto de hacer políticas públicas. Esto impone con escasos recursos para las miles de demandas sociales, priorizar cuáles deben ser atendidas y cuáles ignoradas. En toda selección hay acción. Por ello, la responsabilidad del Estado es tanto de su actuar como de su omitir.
Los grupos de interés, desde lo económicos hasta los grupos de comunidades étnicas o nacionalismos diversos, fungen como interlocutores y grupos de presión (abogacía) en el sistema. Deben hacerlo. Son alarmas sobre efectos del accionar u omitir del Estado.
No puede dejarse, no es saludable para la democracia, la absoluta conducción del Estado a la discrecionalidad pura de quienes detentan temporalmente el poder. ¿Por qué? Porque los múltiples factores que inciden en las decisiones de cualquier gobierno son justamente el producto de una balanza de costos: políticos, sociales, económicos y culturales. La institucionalidad es el piso que debe generar ese espacio de sana interlocución.
Ni la política, ni la sociedad, ni la economía, ni la cultura son entes estáticos. Por el contrario, son elementos orgánicos producidos por la propia interacción humana, y son, en última instancia, los grupos de interés (no gobierno/Estado) que dan alma a estos. Si se somete la lógica a solo el funcionario/ autoridad de turno, se pierde conexión con la complejidad de dinámicas dentro de cada grupo de interés y se falla en atender las demandas sociales. Se pierde legitimidad de ejercicio.
Una sociedad pugna siempre entre los prescriptible y lo descriptible, entre el deber ser y lo que es, y todas las gamas medias de resultados imprevistos por quienes, al hacer una política, dejan de comprender porque no son los afectados directos de las políticas que producen por el simple hecho de ser quienes las producen.
Por ello, cualquier democracia que se respete de tal incluirá a los agentes económicos distintos a Estado, a los grupos de interés distintos a gobierno, para la consecución de políticas públicas que estén consustanciadas con el hecho social que pretenden afectar.
La atomización de la sociedad, en grupos enfrentados sobre el mismo hecho social o económico, resulta paralizante y devastador; por el contrario, la generación de espacios de diálogo franco y abierto siempre será la labor más esencial del Estado. Mientras perviva en el mundo la “asimetría de la motivación política” y se dé un rol “inferior” a los grupos de interés, sin comprender el papel esencial que cumplen, siempre que sea genuino, la política, en el sentido democrático, tenderá a la autofagia.
Como verán, cuál Habermas, es un tema de acción comunicativa. Del diálogo franco entre actores y de ser capaz de poner las cartas sobre la mesa. Un acto comunicativo esencial. Más en este mundo hipercomunicado, de intercambios líquidos y de resultados interdependientes. Sino siempre están los diques que la política internacional y el avance del constitucionalismo democrático han establecido en un complejo sistema de justicia, contrapeso de poderes y responsabilidades tanto de los Estados como de quienes detentan su conducción.