El índice de olvido o de la cuantificación de la indiferencia de la humanidad [OPINIÓN]
“Cuando las crisis pasan al olvido, nos olvidamos de esos seres humanos. Los condenamos al patíbulo, a la horca, a la silla eléctrica; da igual (...) un ejemplo: son los refugiados del Sahara, Darfur, Sudán del Norte, que ya no es noticia, ya no es prioridad. ¿Acaso puede pasar con Venezuela?”
Por Nancy Arellano.
“Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde” así reza el dicho popular y así pensamos muchos sobre situaciones personales, familiares y laborales. La pandemia trajo esta frase a la mente de unos pocos. Y en el caso de los más vulnerables, los que están al margen de la sociedad —porque no son realmente parte del sistema— es más que evidente que reducir el espacio vital, el derecho al libre tránsito, por las razones que atañen a salud pública, se traduce en un constreñimiento del oxígeno vital. La informalidad vive del tránsito.
La pandemia parece agudizar o magnificar todos nuestros males. La razón es que muestra las divisiones sociales con mayor énfasis. Es un tema de “clase social”. No es lo mismo estar en el sector informal que en el formal, contar con seguro que no contarlo, ser pobre que ser rico o ser nacional que extranjero; tampoco ser extranjero europeo que latinoamericano.
-¿Aunque estemos en Latinoamérica?
-Sí.
Es bastante irónico que hablemos de europeos, por ejemplo, para referirnos a quienes pertenecen a los países del viejo continente. Pero para hablar de nuestros vecinos usamos sus nacionalidades y no su continente (o subcontinente). Sobre todo en estos tiempos de migración. Sí, de inmigrantes venezolanos. Como Suramérica, además, tenemos básicamente el mismo idioma, religión, historia… ¡tantas cosas en común! (más cosas que incluso los “europeos”). Pero nos centramos más en las diferencias que en las cosas en común y son tantas.
Esto me lleva a hablarles de Melba Escobar, escritora colombiana, quien en su último libro Cuando éramos felices, pero no lo sabíamos (Ed. Planeta, 2020), luego de reparar en miles de coincidencias con Colombia que ella misma no había advertido; nos describe —a Venezuela— como el “vecino rico”, “el vecino próspero, el vecino no violento, el vecino bonachón, comelón. El vecino que no entiende esa mie***a de los estratos sociales”; y cuando fuimos eso, éramos migrantes-casi-europeos.
El venezolano era turista. Llegaba, compraba, salía. Llegaba, gastaba, salía. Si se quedaba; llegaba, invertía, viajaba, volvía, salía, entraba. Éramos el tío rico. Con ello, cientos de millones fluctuaron por la región y todos contentos. Hoy son millones también, pero no de dólares; sino de personas. Personas que por la peor crisis humanitaria —entiéndase política, económica y social— huyen de su país para salvarse. Melba me trajo de vuelta muchas referencias, como la poeta uruguaya, Cristina Peri Rossi “Partir, es siempre partirse en dos”.
Me gustó leer el libro de Melba. Una voz vecina que habla de Venezuela. Me gustó la familiaridad, la opinión desde afuera, esa combinación de cuidado, respeto, humanidad con la que toca los dramas y traumas de mi país. Pero lo que más me llamó la atención y me impulsa a escribir esta columna es el Índice de Olvido.
En el cuarto viaje de Melba a Venezuela, en 2020, la escritora colombiana se reúne con Susana Raffalli Arismendi; venezolana, profesional acreditado en protección y asistencia humanitaria, defensora de Derechos Humanos, con trayectoria profesional de más de 20 años en los ámbitos de seguridad alimentaria y nutrición pública en varios continentes.
Melba recoge de Susana una realidad inhumana, abrumadora, y la refleja con una crudeza necesaria. “El Estado en Venezuela dejó de ser garante del derecho a la alimentación, para convertirse en un vendedor de alimentos para la gente pobre a través de un organismo que generó una red de crimen internacional con delitos tipificados brutales: sobrefacturación, adulteración de comida; distribuían leche en polvo y sabiendo que el target es la población infantil, la rendían con agua y le ponían sal.”
O la realidad del sector agroalimentario privado que está básicamente siendo extorsionado por el Estado, "En Venezuela la industria del alimento está obligada a vender una cuota de su producción al Estado, antes era 40%, ya va por un 70%. Pero eso no te puede alcanzar si con eso tienes que alimentar al ejército, a los milicianos y a los funcionarios comprando lealtades”.
Lo peor de esto es que este sistema enmarañado, en negro, se lleva todos los días vidas y condena a miles más. Raffalli es tajante respecto a las consecuencias de la desnutrición que los niños venezolanos están viviendo "Pérdida del desarrollo cognitivo, de la motricidad, la fuerza física. Estos niños tampoco van a tener la escolaridad adecuada. Esa privación genera un hueco afectivo enorme. Toda esta hambre genera un sinvivir. Son niños insaciables, luego adictos, sin inteligencia afectiva e inseguros. Si su propia mamá y su propio papá no saben si van a poder ponerles una arepa en la noche (…) esto es un daño masivo”.
Pero lo más dramático es cómo nos hace caer en cuenta del tiempo. El tiempo que, como dijera el poeta venezolano Vicente Gerbasi, autor de Mi Padre el Inmigrante, irónico recordarlo: “El tiempo que levanta y desgasta columnas, y murmura en las olas milenarias del mar”. La crisis venezolana y la emergencia va para cinco años. En 2016, la Organización de Estados Americanos (OEA) así lo reconoció, después de que la Asamblea Nacional de Venezuela, aprobara la ley que habría facilitado la asistencia humanitaria internacional y autorizado el envío de medicamentos desde el exterior; pero que Nicolás Maduro vetó. Son cinco años desde entonces, y la crisis no ha hecho más que empeorar; con ello la emigración. Una migración forzada por el hambre, la miseria, la violación de DD. HH.
Raffalli califica, en el libro de Melba, esto como una “emergencia continuada, enconada”; “(…) y se agota el vulnerable, se agota el que lo está ayudando, tenemos ahora en el país un músculo humanitario extraordinariamente fatigado, se agotan también los medios de comunicación y sus audiencias(...)” Y ahí, me enteré de lo que vengo a hablarles (…) el índice de olvido.
Raffalli nos cuenta que el índice lo marcan “tres indicadores: la proporción de los fondos humanitarios que se logra alcanzar en relación con los que se requieren para atender la emergencia, la presencia de organizaciones y de actores en la respuesta a la emergencia, y la cobertura mediática”.
¿Y por qué esto es importante? Porque cuando las crisis pasan al olvido, nos olvidamos de esos seres humanos. Los condenamos al patíbulo, a la horca, a la silla eléctrica; da igual. El olvido que Susana trae a colación, como ejemplo, son los refugiados del Sahara, Darfur, Sudán del Norte, que ya no es noticia, ya no es prioridad. ¿Acaso puede pasar con Venezuela? El peligro es pensar en una “nueva normalidad” del desastre, del hambre, del narcotráfico, de la violación de DD. HH., del desdibujo de un país.
Colo,bia
Del vecino-hermano que buscará sobrevivir, porque la supervivencia es humana. Los venezolanos somos sobrevivientes como los colombianos del conflicto armado, como los chilenos de la época de la dictadura, como los peruanos cuando el terrorismo, como los argentinos, bolivianos (…) como el resto de Latinoamérica que cuando ha habido crisis —y aún sin ella— se le da por emigrar. No en vano más del 10% de latinoamericanos está fuera.
Hace pocos días, casualmente y felizmente, Colombia aprueba el Estatuto Temporal de Protección para migrantes venezolanos (ETPV) con el cual hace historia. Nos hace tener la esperanza de que el olvido entre latinoamericanos no sea una opción. Gracias a Melba por ser voz y a todos los millones de colombianos por reafirmar que la hermandad no solo se predica, se obra.