Por: Lucía Dammert
La crisis desatada en Chile las últimas horas ha tomado por sorpresa a muchos en América Latina. ¿Cómo violencia callejera en Chile? ¿Qué reclama la gente en el país considerado como modelo de desarrollo en la región? Son dos preguntas constantes de desconcertados analistas, políticos e incluso empresarios.
La explicación al desconcierto es simple. Por casi tres décadas el “modelo chileno” fue construido como un instrumento de vinculación internacional. Muchas son las exportaciones no tradicionales que incluyen el “exitoso” sistema privado de pensiones, los logros de la política social e incluso el sistema de concesión carcelaria.
Siendo justos, la democracia chilena tiene múltiples logros que deben ser analizados como antecedentes positivos para la lucha contra la pobreza o el desarrollo de políticas públicas de salud. Pero está lejos de ser el oasis prometido y solo recientemente definido por el Presidente Piñera en comparación con el resto de los países latinoamericanos.
La estabilidad política tuvo un costo enorme en el mantenimiento de beneficios y autonomía de militares y policías. También se continuó con un sistema electoral diseñado en dictadura para concentrar la participación en dos bloques, que ha sido modificado solo recientemente. Esto permitió la concentración del poder en una élite pequeña, casi familiar, que abarca todo el espectro político y que muestra constantes enroques en las posiciones de poder. Proceso que fue de la mano de un evidente alejamiento de la realidad ciudadana y de un acomodo constante y transversal a la lógica de las “necesidades del mercado”.
El voto voluntario fue un elemento que terminó de consolidar un verdadero divorcio entre los representantes y la ciudadanía. En Chile cada vez vota menos gente, y los que lo hacen no son ni jóvenes ni pobres.
Para la élite el modelo era exitoso, era un modelo de promedios que olvidaba o más bien invisibilizaba la distribución. Como se ha dicho en Chile, que el promedio sean dos autos por persona no es lo mismo que decir que una persona tiene dos autos y otra ninguno.
Por otro lado, el país cambiaba. La ciudadanía empezó a reclamar por mejores salarios, pensiones dignas, salud de calidad, educación gratuita y un largo repertorio de necesidades generalmente individuales.
Si bien es cierto que el reclamo se viene gestando hace mucho, la indolencia de la élite política ha sido gasolina para la frustración generalizada. Múltiples casos de colusión empresarial, corrupción política y fraudes millonarios por parte de militares y policías aparecen dejando una constante sensación de impunidad. Día a día la elite aparece protegiendo sus intereses mientras al ciudadano común le suben las cuentas, le toca una jubilación de miseria y se recluye en zonas de marginalidad y segregación.
El ánimo no es mejor, el suicidio de adultos mayores y jóvenes aquejados por el abandono son solo dos elementos que han llenado las noticias. Junto con debates por ejemplo sobre la propiedad del agua, hoy privatizada, en el marco de una de las peores sequías que enfrenta el país.
Difícil saber qué hizo que el vaso reviente, pero no se puede negar que fuimos testigos de un constante proceso de llenado. Así, el alza del metro se convirtió en un catalizador de mil frustraciones. La élite que se miraba al espejo, tiene hoy un calidoscopio y le cuesta entender lo que observa. Algunos incluso siguen enfatizando los “logros” de la transición pero esa narrativa hoy importa poco.
La gente, el pueblo, los ciudadanos han salido a reclamar, algunos de forma violenta, la necesidad de cambio. Sin conducción clara pero con una profunda sensación de estar haciendo historia, vemos jóvenes que se enfrentan a un gobierno poco dialogante y secuestrado por su pulsión represiva.
No me atrevo a anticipar el camino que viene pero es claro que mucho del modelo estaba vacío y hoy está fracturado. Sin duda, importantes lecciones para otros países latinoamericanos.