Es el 11 de septiembre de 2001 y el reloj marca las 8.46 de la mañana. Es un martes de fines de verano.
Con el estallido de un Boeing 767 de American Airlines comienza la peor pesadilla de la historia moderna de Estados Unidos.
El avión, con 81 pasajeros a bordo y 11 tripulantes, penetró los últimos pisos del World Trade Center, de 110 plantas, y produjo un descomunal incendio.
Los controladores aéreos, poco a poco, se enteran de otros dos vuelos secuestrados y nadie, ni la Fuerza Aérea más poderosa del mundo, puede hacer nada.
Foto: Difusión.
La incertidumbre se disipa a las 9.03 a.m., cuando el vuelo 175 de United Airlines impacta en la Torre Gemela Sur del World Trade Center.
34 minutos después de aquel 11 de septiembre, una tercera aeronave golpea la sección sudoeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa, en Estados Unidos.
El corazón financiero de Norteamérica estaba herido de muerte. Pocas horas después, ambos gigantes de concreto y acero se derrumban. El caos se adueña de Manhattan.
Algunos de los atrapados, consumidos en un infierno de más de 2 mil °C, se lanzan desde las alturas.
Tras la enorme nube de humo y escombros, yacen más de 60 mil toneladas de concreto. El estruendo calla los gritos de auxilio, dolor y muerte.
Fueron unas 2.973 las víctimas de aquel atentado sin sentido en Estados Unidos. Otros miles resultaron heridos. Y otros tantos, traumatizados, han tardado años en volver a encontrar un sentido a su vida.
El mundo quedó dividido, y el miedo se ha instalado casi en cada casa como consecuencia del fatal terrorismo que propaga Al Qaeda.
Dieciocho años después, algunos sobrevivientes se niegan a hablar del tema, otros se lanzaron al voluntariado y cuentan de manera incansable su historia en el lugar de los hechos: encontrar un sentido a la vida ha sido un largo desafío para quienes vivieron de cerca el 11-S.
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Los atentados alteraron la diplomacia y política de seguridad de Estados Unidos, que desde entonces libra una guerra perpetua contra el “terrorismo” yihadista sin lograr poner fin al “caos” en Medio Oriente.
“Fui el último en salir vivo de mi oficina del piso 87 de la torre”, recuerda Chris Hardej con los ojos llenos de lágrimas a la AFP. Como todos los que estuvieron en el lugar de los hechos, le resulta imposible olvidar.
Cuatro veces por mes, este empleado de los servicios de transporte neoyorquinos se dirige cerca del lugar donde se encontraban las Torres Gemelas, en el sur de Manhattan, para colaborar como voluntario en el Tribute Center, un pequeño museo creado por la Asociación de Familias del 11 de septiembre.
Chris, unos de los 400 voluntarios, hace las veces de guía con un grupo de turistas a los que cuenta lo que vivió y lo que era el lugar, valiéndose de fotos.
Feliz de su renacimiento, explica cómo sera una vez terminado el nuevo sitio en el que trabajan cientos de obreros.
Chris recuerda su escape junto a dos colegas por las escaleras, la gente en pánico, los bomberos que subieron y nunca volvieron.
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Su relato es alucinante: Chris salió a oscuras, gracias a la voz de gente que no veía y se encontró con una "calma irreal" una vez fuera, cuando las torres de desplomaron.
Se considera un hombre feliz y dice que “no ha cambiado mucho”.
"Ayer estuve en un entierro. Alguien que conocía y que murió de problemas respiratorios", dice.
Y si él mismo también tuvo problemas respiratorios, poco importa. "Soy un sobreviviente", afirma a la AFP.
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John William Codling, de 35 años, cambió en forma radical su vida. Trabajaba en Euro Brokers, en el piso 84 de una de las torres, “para hacer dinero”.
A pesar de que el 11-S, John no estaba en la oficina, su vida se detuvo ese día, ya que conocía a unas cincuenta personas desaparecidas en la tragedia.
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"Trabajaba diez horas por día con una quincena de ellos en operaciones financieras. Éramos muy cercanos. Jóvenes maravillosos, llenos de proyectos", recuerda.
Por dos años, John fue "un verdadero zombi". Se fue de Nueva York y volvió a vivir con sus padres.
“Durante mucho tiempo no pude hablar del tema”, agrega, indicando que cinco años después de los atentados todavía soñaba con ir a matar él mismo a Osama bin Laden. “Tenía tanta cólera dentro de mí”, explica.
Luego, muy lentamente, las cosas comenzaron a mejorar. John se puso a pintar y montó dos exposiciones.
Hoy en día, es padre de un niño de tres años y continúa pintando y viviendo bien de ello. Se ha reinstalado en Nueva York y quiere dedicarse a la pintura hasta al final de sus días. “Es una catarsis”, dice.
La muerte de Osama bin Laden, “tan cerca del décimo aniversario”, le ayudó a dar vuelta la página, incluso si le costó mucho tiempo lograrlo.
“Diez años es probablemente el tiempo que necesitaba para empezar a olvidar”, concluye.