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Sociedad

Pablo Tsukayama: “No promover la ciencia puede costar muy caro en algunas circunstancias”

El biólogo que durante la pandemia hizo el secuenciamiento del genoma del COVID-19 y detectó una variante en el Perú, empezará a informar semanalmente, desde sus redes, sobre avances científicos en todas partes del mundo. No quiere que los peruanos vivamos de espaldas al conocimiento. Es su otra vocación. 

Experiencia. Durante su trayectoria ha investigado males como la TBC, la malaria y la leishmaniasis o uta. Su proyecto de doctorado para la U. de Washington, que implicaba una investigación sobre salud pública en pueblos jóvenes de Lima.
Experiencia. Durante su trayectoria ha investigado males como la TBC, la malaria y la leishmaniasis o uta. Su proyecto de doctorado para la U. de Washington, que implicaba una investigación sobre salud pública en pueblos jóvenes de Lima.

El laboratorio de Biología Molecular de la Universidad Cayetano Heredia es un buen lugar para pasar el verano que sofoca a Lima. Con sus amigables 20 grados regulados con precisión, la temperatura no es un problema. Pero entre secuenciadores de genomas que parecen freidoras de aire, computadoras, y costosas células de flujo en las que se adhieren las muestras microscópicas, siempre hay que andarse con cuidado. Es mejor volver al viejo hábito de usar mascarilla, bata y redecilla para el pelo.

Aquí pasa sus días el doctor Pablo Tsukayama, recordando los tiempos en los que los medios lo acosaban para que diera una nueva explicación sobre el avance del COVID-19. “Éramos los más buscados”, dice, risueño. Y aunque le causa gracia, el tema también le preocupa. Eso de que la sociedad ande divorciada de la ciencia no le gusta. Por eso ha decidido informar cada semana sobre los últimos avances científicos en todo el planeta.

Todavía no lo sabe, pero se ha vuelto un comunicador. El hombre que trata de responder a sus propias preguntas en el laboratorio, quiere darnos algunas respuestas a través de las redes.

Me llamó la atención lo que me dijiste hace un rato. “Antes los periodistas nos consultaban más, éramos casi estrellas, pero eso ya no es así”. ¿Dirías que los peruanos somos ingratos con el esfuerzo que hicieron los científicos durante la pandemia?

—No creo que ingratos sea la palabra. Pero es algo que ha ocurrido en todo el mundo. Como que los científicos siempre hemos estado allí pero nunca les ha interesado mucho lo que hacemos, salvo, en mi caso, a mi familia, que se emociona con mi trabajo. Recién en la pandemia, muy rápidamente y muy inesperadamente hubo la necesidad de comunicar nuestros temas. Pero cuando acabó la pandemia se terminó todo eso. Y fue interesante porque hubo toda esta movida de “Sin ciencia no hay futuro”, la gente se empezó a preocupar.

Es verdad. Hubo este hashtag de #Sinciencianohayfuturo.

Lo que pasa es que se politizó eso. Y ya pasó. Es como si no hubiera necesidad de hablar de ciencia hasta la próxima pandemia o hasta que aparezca algo disruptivo como la inteligencia artificial o el cambio climático.

Uno de tus últimos tuits es agridulce porque anuncias que vas a informar semanalmente sobre algunos hallazgos en microbiología, genómica y combate contra enfermedades infecciosas, pero a la vez dices que este país desprecia a los científicos, a los profesores y a los investigadores.

—(Sonríe) Mi esposa me dijo si estaba seguro de que quería usar la palabra desprecio. Es fuerte, pero sí, y no es solo en el Perú. Uno siente que no hay mucho aprecio por el trabajo que hacen los científicos. Ocurre en los países de bajos y medianos ingresos. Hay otras prioridades en la agenda y en el presupuesto, pero en algún momento se dan cuenta de que sí somos útiles. No promover la ciencia te puede costar muy caro en algunas circunstancias. Ojalá que la pandemia haya servido para poner en vitrina la importancia del conocimiento, aunque después el pesimismo me gana y volvemos a la situación de siempre.

Durante la pandemia quedó claro que la próxima crisis planetaria podría empezar con una enfermedad zoonótica, como el COVID-19 , que se transmite de un animal silvestre a un ser humano. Y estas enfermedades brotan en lugares donde los hábitats de los animales van desapareciendo, como la amazonía, en el Perú, ¿sientes que la próxima crisis podría estar muy cerca de nosotros?

—Por supuesto. Todos los modelos que tratan de predecir donde puede ocurrir un brote de la escala del COVID-19 indican que la Amazonía es uno de esos puntos calientes, por la combinación de biodiversidad, destrucción de hábitats, todos esos son factores que son el punto de inicio de estas pandemias. Por eso mismo y porque las condiciones están dadas y porque cada vez se aceleran más, es casi inevitable que volvamos a tener una pandemia de esa escala en nuestras vidas. Ojalá haya lecciones aprendidas y podamos contenerla. Pero que va a ocurrir otro evento como el que ocurrió en diciembre de 2019 en Wuhan, te aseguro que va a ocurrir.  

Y podría ser en casa.

—Podría ser. Hay un cinturón en los trópicos que son las áreas de alto riesgo, donde se junta una alta biodiversidad, los efectos del cambio climático, urbanización acelerada y destrucción de hábitats, además de la alta conectividad que hay entre seres humanos. Esa combinación es explosiva. Y hay registro en las últimas décadas de que ocurren con más frecuencia estas zoonosis, por suerte que la mayoría de ellas no llegan a la escala del COVID-19. Pero sustos hemos tenido. El SARS original de hace 20 años, la gripe porcina, la gripe aviar. Hace poco tuvimos aves y mamíferos muriendo por miles en las costas peruanas y hemos estado a un pelín de que eso salte a los humanos.

En la última cumbre de Davos, el director de la OMS, Tedros Adhanom, advertía de la probable llegada de lo que él llama el “virus X”, mucho más letal que el COVID-19, pero del que no se tiene mayor data, ¿sirven estas alertas?

—Esta idea del patógeno X es como un ejercicio. Se hace para ver si estamos listos ante una amenaza. Es X, no sabemos cuándo va a ocurrir, ni dónde, ni de qué tipo va a ser. Pero si sabemos los factores de riesgo involucrados podemos controlar el brote. La idea no es evitar que ocurra la próxima zoonosis, porque no tenemos mayor control sobre eso, pero sí tener todos los sistemas de prevención en su lugar.

Leí un dato que parecía sacado de la ciencia ficción que decía que es posible que con el deshielo de los glaciares también se activen virus congelados durante millones de años.

—Sí, hay bastante debate sobre eso en los últimos años. Se ha empezado a ver que conforme se van derritiendo capas de permafrost, en el Ártico, se van detectando virus que han estado allí hace miles de años, durmiendo. Y es posible que con los deshielos aparezcan algunas infecciones que pensábamos que estaban extintas.

Hablábamos hace un rato de que la próxima pandemia podría estar cerca de nosotros. Si esto es así, ¿en qué ramas debería enfocar sus estudios científicos el Estado Peruano?

—En varias, pero sobre todo en la vigilancia epidemiológica, que es tener ojos y oídos en zonas donde esto pueda ocurrir. Pasa por tener personal de campo bien entrenado, con las herramientas necesarias para hacer su trabajo. Epidemiólogos de campo, bien formados, gente experta en estudio de brotes infecciosos.

¿Hoy mismo tenemos epidemiólogos en campo?

—Sé que hay. Hay una dirección general de epidemiología, sé que los forman, pero quizá deberíamos poner más recursos para tener más de ellos.

Tu especialidad es el secuenciamiento genómico. De hecho, hiciste secuenciamiento del virus del COVID-19 durante la pandemia, ¿en qué consiste ese trabajo?

—Todos los organismos vivos y algunos no vivos como los virus tienen en sus células ADN. Y ese ADN tiene como un manual de instrucciones que le dice a la célula qué hacer. Lo que conseguimos con estos métodos de biología molecular es leer ese manual de instrucciones, las cuatro letras posibles y en qué combinación están. Para el caso del COVID-19, SARS-CoV-2, este manual es de unas 30 mil letras y 30 genes, esas son las unidades de información. Los virus son los organismos más pequeños y tienen los genomas más simples. En cambio, una bacteria tiene 3000 genes. Un humano tiene 20 mil o 25 mil genes. Y lo que estamos tratando de hacer es desarrollar métodos para leer las variaciones que hay en los virus. Eso es lo que vimos en la pandemia. El virus, que había saltado de un murciélago a un animal, y de un animal a un humano, conforme se iba transmitiendo, iba acumulando algunos cambios que lo hacían más infeccioso y evasivo de la inmunidad.

Resistente a vacunas.

—Sí. El virus se adapta y va cambiando lo que hay en su ADN. Lo que nosotros hacemos es ver cómo está esa variación en Perú, en Brasil, en Estados Unidos.           

¿Es cara esa labor?

—Es cara. Aproximadamente estamos hablando de 200 dólares por muestra procesada. Aunque los costos están bajando de manera significativa. En algunos países esto es 50 dólares. Son experimentos caros, se requiere inversión en infraestructura, pero sobre todo en personal calificado, una masa crítica de científicos para hacer ese análisis.

El secuenciamiento genómico es relativamente nuevo, ha pasado un poco más de 20 años desde que se hicieron las primeras publicaciones en Science o Nature. Y tú debías ser bastante joven cuando eso se presentó. ¿Qué recuerdas de ese momento?

—En el 2003, cuando yo era estudiante de pregrado en Genética General, se hizo el primer gran anuncio de la ciencia del siglo XXI, fue la publicación del proyecto genoma humano, un proyecto gigante que tardó 15 años y costó varios cientos de millones de dólares. Era un proyecto colaborativo como nunca antes se hizo antes, para obtener el genoma completo de un ser humano. Ese fue el gran hito de la ciencia del nuevo siglo. Y justamente por esa época yo trabajaba en el Instituto de Medicina Tropical de la Cayetano. Y en colaboración con un instituto de Bélgica trajeron a Lima el primer secuenciador de ADN. Era como un armario que costó 150 mil dólares.

¿Llegaste a usarlo?

—Fui uno de los primeros usuarios, claro. Empecé a jugar con la máquina, estaba muy enganchado.

¿Era el primer secuenciador del país o solo de la universidad?

—Debió ser uno de los primeros en el país. Y trabajamos en un proyecto de tuberculosis. Queríamos ver cuáles son las mutaciones en la tuberculosis que hacen que se vuelva resistente al tratamiento. La tuberculosis multidrogoresistente es un problema súper serio en el Perú. Queríamos encontrar un método molecular para detectar tempranamente esa resistencia. Y yo como estudiante estaba fascinado. Esas experiencias me decían que eso era lo que quería seguir estudiando. Puse ese plan en marcha y me fui a Estados Unidos.

Y llegaste a Harvard, al laboratorio del doctor Tomas Kirchhausen, una eminencia peruana que pocos conocemos. 

—Ufff. Hay científicos brillantes afuera. Y hay estudiantes excelentes que van a hacer sus doctorados a las mejores universidades del mundo, pero no los vemos, nunca regresan. Y a veces nos enteramos por este tipo de historias. Pero si hubiera un sistema que nutra estas colaboraciones o promueva el desarrollo de carreras científicas, los podríamos tener acá.

¿Qué pasó cuando diste el salto de los laboratorios de la Cayetano a Harvard?

—Te da perspectiva. Yo terminé haciendo una rotación en la Universidad de Harvard por una buena dosis de suerte y privilegios. Tenía familia en Boston que me podía acoger por un verano, tenía vara también porque un profesor de acá me conectó con ese profesor de Harvard. Y cuando estás allá ves lo que lees en las revistas: gente haciendo ciencia en los límites del conocimiento humano con la tecnología más sofisticada.

¿Por qué una persona elige trabajar en un laboratorio? ¿Qué cosa tan fascinante hay en estos lugares?

—A mí lo que me fascina de aquí es que la curiosidad es insaciable. Es un proceso constante de descubrir algo. Y si descubres algo, aparecen nuevas preguntas, nuevas hipótesis, nuevos ángulos que explorar. Y para un niño súper curioso como el que fui yo, que siempre preguntaba por qué, esta es una fuente para saciar esa curiosidad. Me permite seguir pensando y buscar nuevas respuestas. Y al menos en la Biología, las respuestas nunca se acaban.  

Es interesante eso de saber que nunca vas a llegar a la respuesta final.

—Claro, si lo pones en perspectiva, la carrera de un investigador, si es súper exitoso y gana un premio Nobel, todo eso hace con las justas una marca pequeñita en el conocimiento colectivo. Pero la idea de aportar a ese conocimiento colectivo me resulta gratificante.

También estuviste en el laboratorio de investigación biomédica que la Marina de los Estados Unidos tiene en el Perú, ¿qué se siente hacer ciencia rodeado de militares?

Es raro al comienzo. Los gringos son especiales. Pero tengo mucho aprecio por ellos porque hace 30 o 40 años colaboran con la ciencia en el Perú. Ellos tienen los mayores presupuestos y los mejores laboratorios para hacer investigación.

¿Qué estudiaban allí?

—Es un instituto de enfermedades tropicales. La Marina de los Estados Unidos ha reconocido que hay enfermedades raras en esta parte del mundo, de las cuales podrían contagiarse sus soldados y por eso hacen investigación aquí. Tienen un laboratorio igual en Yakarta y otro en El Cairo.

¿Qué investigabas tú?

—La Leishmaniasis. Es un parásito oriundo de la sierra y selva peruana. Le llaman Uta. Te pica una mosca y te produce unas lesiones en piel, a veces en la cara, que pueden ser deformantes. También estudiaba la Malaria, que es un problema importante en los trópicos. Es una de las enfermedades que mata más humanos todos los años. Malaria, Tuberculosis y VIH-Sida son las infecciones que están en el top, sobre todo en África.

Luego pasaste por la Universidad de Washington y la Escuela de Medicina Tropical de Londres, ¿dónde te sentiste más cómodo?

—Me fui a hacer cosas distintas. Mi doctorado fue en microbiología en la Universidad de Washington de San Luis. Fue algo súper nerd, súper ciencia básica…

¿Los científicos se llaman a sí mismos nerds?

—Sí, claro, soy un nerd proclamado y orgulloso. No sé si todos lo hacen, pero yo he sido toda la vida nerd y me encanta serlo y lo llevo como un título. Y allá estaba rodeado de nerds, en una comunidad súper bonita. En el doctorado yo hice mi vida de laboratorio. Te dedicas a hacer experimentos, a estudiarlos y reportarlos. Pero cuando hacía el doctorado me preguntaba cómo aplicar todo lo aprendido en un lugar como el Perú que tiene una serie de problemas. Y fue cuando terminaba el doctorado que me interesé por el estudio de la salud pública. Teníamos colaboraciones con Perú y trabajábamos con especialistas en Salud Pública de la universidad Johns Hopkins, que tiene una relación con Cayetano de mucho tiempo. Y de tanto parar con esos locos de salud pública, entendí que ese era el puente para relacionar mis conocimientos básicos con los desafíos de la realidad peruana. Y allí fue que me salió una beca de un año para estudiar Salud Pública en la Escuela de Medicina Tropical de Londres.

¿Fue cuando estabas en la Universidad de Washington que salió la idea de hacer investigación científica en pueblos jóvenes de San Juan de Miraflores?

—Sí, allí fue. Ese fue mi proyecto de doctorado. Es un proyecto que se hacía desde Estados Unidos. Y yo venía cada tres meses, escapando del invierno y para ver a mi novia. El doctorado lo pasé entre Lima y San Luis. Y ese trabajo lo publicamos en 2015.

En Nature.

—Sí, claro.

Fueron portada.

—Lo fuimos. Tuvimos quince minutos de fama.

Famosos por una semana.

—Sí, (se ríe). Hubo mucha suerte allí. La verdad es que es el sueño de todo científico tener algo publicado allí.

¿Es normal que este tipo de estudios, hechos en países en vías de desarrollo, aparezcan en las portadas de revistas especializadas como Nature?

—Este tipo de portadas no son comunes, pero se juntaron una serie de factores y allí está. Ahora que lo miro en retrospectiva, es enorme. Es una de esas cosas que te cambian la carrera, tener algo publicado en el nivel más alto. Y efectivamente me cambió la carrera, me consiguió chamba en la universidad. Al concluir el doctorado, cuando ya estaba en Londres, me llamaron de la Cayetano y me dijeron que tenían un fondo destinado para peruanos que estaban afuera con la idea de que volvieran.

Y te repatriaron.

—Sí. Me pusieron como profesor y me dieron un laboratorio. Y yo debía ver cómo seguir. Ese fue el acuerdo con la universidad. Eso fue el 2017. En ese entonces la situación pintaba bien. Había financiamiento, había orden político, pero después todo se fue degradando.

Entiendo que en esta publicación en Nature, además de tu trabajo como científico, también contribuiste con fotos.

—Es que me fascina la fotografía. Es la manera como escapo de la rigidez del laboratorio.

¿Mandaste fotos a Nature?

—La que se ve en la portada no es mía, la consiguieron de un banco de datos. No sé cómo dieron con una imagen de la comunidad en la que trabajamos, era de Getty Images. Pero sí les mandé. A mí siempre me ha gustado documentar trabajo de campo. Puedes hacer trabajo de campo y experimentos, pero con una imagen le puedes decir a los gringos: “Acá es donde trabajamos, acá es donde los niños se enferman con males que nunca has visto en tu vida”. El poder de las imágenes es muy fuerte.

¿Y allí nació tu afición por las fotos?

—No, la verdad es que lo hice por aburrimiento. Empecé a tomar retratos de personas. Cuando me quedé sin amigos en el doctorado, me la pasé tomando fotos a extraños. Además, tuve un mentor que me apoyaba mucho y me compró la cámara y las lentes que traje a Lima.

¿En serio?

—Sí, era mi asesor de tesis. Todavía tengo la cámara.

Periodista formado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es editor y reportero del suplemento Domingo de La República. También ha publicado en el diario El Tiempo de Colombia y La Tercera de Chile. Fue reportero de la sección política de este diario. Tiene un blog sobre fantasía (cuervosobrepalas.wordpress.com) y otro en el que comenta su trabajo periodístico (cambiodetitulares.wordpress.com)