Por Raúl Tola El sueño del celta resulta difícil de clasificar. Su materia prima, las aventuras y desventuras de Roger Casement, el libertario irlandés que denunció los abusos en las caucherías del Congo y el Putumayo, y murió ahorcado luego de abrazar la causa de la independencia de su país, parece anclada en la realidad como ninguna novela previa de Vargas Llosa. A esa sensación contribuyen el meticuloso estudio sobre la época y el protagonista, que abunda en datos, anécdotas y referencias documentadas, y el estilo llano y transparente de su prosa, más próximo a los ensayos de Piedra de Toque que a la audacia de Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo. Sin embargo, subvertida por la técnica narrativa y por las licencias que se permite el autor, dista mucho de ser un mero recuento historiográfico. ¿Cómo catalogarla? ¿Es una biografía? ¿Una novela? Aunque parezca imposible, puede que sea ambas cosas, realidad y mentira, a la vez. El propio MVLl es quien mejor lo explica, a partir de un razonamiento puesto en boca de Casement: “Eso es la historia”, dice, “una rama de la fabulación que pretendía ser cierta”. No importan los sucesos: las percepciones de cada individuo, y a veces la abierta manipulación, siempre terminarán por distorsionarlos, hasta volverlos en muchos casos irreconocibles. Pero El sueño del celta no sorprende solo por sus aciertos formales, que son muchos. Es también una estremecedora exploración de los abismos de miseria y maldad en los que puede sumergirse el animal humano. “Cuando vine al Congo tomé la precaución de dejar mi conciencia en mi país”, dice a Casement un suboficial belga, luego de azotar a un nativo por incumplir su cuota de caucho. Hombres privados de alma como este proliferan en el libro, y son una advertencia sobre el ejercicio del poder, que pervierte cuando carece de límites. Por eso, a pesar de sus múltiples imperfecciones, un estado de derecho es indispensable para un desarrollo racional, que impida que los seres humanos, llevados por sus pasiones y su codicia, se despellejen los unos a los otros, abusando con sadismo de sus prerrogativas, como en su momento lo hicieron los caucheros belgas e ingleses con los batekes o kikongos, boras o huitotos. La denuncia de esos atropellos ganó a Roger Casement el título de “Sir”. Su posterior lucha contra la dominación inglesa le costó la vida, y llevó a que los servicios secretos británicos iniciaran una demoledora campaña de descrédito, ventilando los diarios donde registraba con procacidad sus encuentros homosexuales, lo que lo relegó al olvido. Hoy, gracias a El sueño del celta, Casement parece volver de la tumba, para señalar ya no a los secuaces de Leopoldo II o de la Peruvian Amazon Company, sino a cada uno de nosotros, que en un oscuro lugar de nuestra alma agazapamos el germen de la crueldad y la barbarie. Reconocerlo y combatirlo es ganar buena parte de la batalla.