El paro nacional de 1977 trajo de vuelta la democracia. La marcha de los cuatro suyos en el 2000 volvió a hacerlo.,En algunos sectores hay gran confianza en los poderes curativos de las marchas en política. Es cierto que ellas son una de las formas más elocuentes de transmitir descontento. Las más grandes dan cuenta de la fuerza de un sentimiento colectivo. Además, son ejercicios vistosos de la libertad de expresión. Por donde se les mire, ellas son indispensables en una democracia. En determinadas circunstancias una marcha o varias pueden ser decisivas para lanzar un nuevo juego político. Pero la clave no necesariamente es el tamaño. El efecto decisivo se da cuando la marcha es genuina señal de que se ha instalado en el pueblo una mezcla de desorden y rabia que no permitirá el retorno de la calma si no se producen cambios sustantivos. Sin embargo, las marchas tienen límites. Sobre todo cuando son recursos de última instancia frente a una resistencia institucional o militarmente sólida del poder cuestionado. Las gigantescas y entusiastas marchas de Cataluña o Venezuela, en contextos muy distintos y cada una con sus respectivas contramarchas, no alcanzaron sus objetivos. Como estrategia, las marchas se parecen a los paros, en su vocación (¿su necesidad?) de jugarse el todo por el todo. El éxito total no es frecuente, pero es espectacular. El paro nacional de 1977 trajo de vuelta la democracia. La marcha de los cuatro suyos en el 2000 volvió a hacerlo. No fueron propiamente inauguraciones, sino más bien conclusiones. Las marchas peruanas de estos tiempos no tienen un giro maximalista, sino más bien gradualista. Funcionan como herramientas de desgaste, concebidas para hacer aun más evidente la ilegitimidad de determinadas actuaciones del poder político. En ese empeño no están solas, pero ciertamente han participado en el descrédito de sus enemigos. Pero en una perspectiva mundial y de mediano plazo la marcha por las calles no es un mecanismo particularmente eficaz. La explicación de Moisés Naím es que ella suele carecer de un plan para después y para mantener a los participantes comprometidos con el proceso político. Encarnan, añade, la peligrosa ilusión de que se puede tener democracia sin partidos. Sin duda veremos más marchas por nuestras calles, en buena hora. Quizás no ofrezcan soluciones a corto plazo, pero ciertamente mantienen viva la democracia.