Mientras escribo esta columna me entero de nuevas denuncias de acoso y maltrato a mujeres cercanas. La justicia para nosotras es tan trash en el Perú que tenemos que buscarla por nuestro lado. Cada día en los grupos cerrados de mujeres en los que participo hay alguna que se atreve a desafiar el miedo y publica el nombre de su maltratador. Abrazar virtualmente a la superviviente se ha vuelto un ritual cotidiano. El valor de una le confiere valor a la otra. Por eso, hoy la voz de las mujeres es una bola de nieve que crece imparable y se desliza a toda velocidad hacia el enemigo. La actriz Eva Bracamonte ha acusado al director de teatro Guillermo Castrillón por acoso y misoginia. En su testimonio queda claro que hubo además humillación perversa y aprovechamiento de su posición de director para vulnerarla y abusar de ella. De inmediato han salido más a denunciarle. Está pasando en Hollywood, está pasando en Chollywood. En una de sus últimas columnas, la escritora feminista Caitlin Morán recuerda que la historia de los abusos de Weinstein –“el hombre que creó una industria basada en el miedo”– explotó una semana después del ataque de Las Vegas. Resulta que el tirador había abusado de su novia y pagado a una prostituta para que recreara con él fantasías de violación. Resulta también que el asesino de la discoteca de Orlando había torturado a su exesposa; que el asesino de la maratón de Boston fue arrestado por violencia de género y que el que atacó a gente en el puente de Londres había maltratado a su esposa. En los cimientos del terrorismo contra el mundo está el terrorismo contra una mujer. Las mujeres hemos sido desde siempre botín de poderosos, carne de cañón de asesinos y alimento de depredadores. Y Morán lo enuncia claramente: nuestro miedo es su adrenalina. Pero no más. Lo dijo una de las mujeres que denunció a Abraham Valencia: “el miedo no se va, pero será un miedo distinto. Será el miedo por haberme atrevido y no por haberme callado. El miedo de la valentía y no del silencio”.