“¿Tú te imaginas vivir sin futuro, sin poder pensar en cómo pasarás tu vejez, te imaginas vivir con el enorme cargo de consciencia de haber puesto a tu hijo en semejante situación?” Me lo dice ella mientras chateamos, una de las mujeres de mi familia, la más joven de nuestras matriarcas. Acaba de ver en televisión cómo Trump da por terminado el programa que protege a los migrantes que llegaron a Estados Unidos siendo aún menores de edad. Su hijo es uno de ellos. Llegó sin papeles, ya hace años, con ella, su mamá, que esperaba darle las oportunidades que en el Perú se les negaba. Él, un dreamer, como se llama a esta generación de migrantes en los yunaites, se ha casado en ese país, trabaja allí, acaba de tener un bebé. Ahora su madre querida me dice que nunca imaginó que su decisión de cruzar la frontera podía ser tan equivocada. Miles de jóvenes ven cernirse la amenaza de la expulsión sobre sus vidas, sobre la vida de los suyos. Un dreamer es un soñador, alguien que sueña porque su madre un día soñó. ¿Es equivocado soñar, heredar un sueño? En poco más de un año el monstruo de la Casa Blanca podría botarlo para seguir apuntalando su racismo, xenofobia y fascismo criminal con el cuento de que a los pobres blancos los latinos les roban sus empleos. A él y a quienes se dejan la piel en trabajos que los nativos no quieren hacer. Si con Obama algo de corrección política y medidas medioprogres nos salvaban de la barbarie contra los migrantes, con el señor del copete amarillo el primer mundo muestra su verdadero rostro desalmado, el que manda niños de otros a la guerra y luego les da una patada. “Trato de empujar mi cuerpo, mi corazón, mi alma por un camino en el que no encuentro la luz...”, me escribe ella. Te extraño tanto, le digo. Sé que no se compara con vivir sin futuro, pensando que tu libertad depende de un infeliz, pero te extraño. Es horrible no haber podido verte en todos estos años. ¿Puedo escribir sobre ti? “Escribe, escribe, teje”, me dice. Qué más puedo hacer.❧