Despido a Frankfurt desde la ventana del avión después de una semana intensa. En siete días pueden pasarnos cosas que no nos ocurrieron en un año. El libro que me traje parece haber sido elegido para un momento así: «Algunas formas de decir adiós», de Sergio Galarza (Algaida, 2014). En realidad se trata de un conjunto de cuentos que habla de otro tipo de viajes: amistades perdidas, lazos familiares interrumpidos, relaciones sentimentales truncadas o pobladas de malos entendidos, parientes llenos de expectativas y de silencio. El narrador revive episodios que marcaron su adolescencia y juventud, vuelve al rencor, a la ansiedad o al desencanto de que estuvieron hechas esas experiencias, pero los relata desde una conciencia mayor, desde un lugar que delata el paso del tiempo, con una voz madura que no resigna vitalidad. Los siete cuentos funcionan como habitaciones dentro de una misma casa, donde algunos personajes se repiten, otros se entrecruzan, pero todos, en algún momento, se pegan a las ventanas para mirar. Porque allá afuera hay un paisaje que reclama atención y que se impregna en la forma de comunicarse y sentir de niños, jóvenes y adultos: el Perú de los noventa; una época hostil en la que era fácil sentirse como el país: atacado, irresuelto, con un futuro escrito con puntos suspensivos. Por cierto, el relato inicial, «Mochilas», aborda la relación entre sacerdotes y alumnos de un colegio mesocrático de varones, y resulta muy actual en un contexto en el que los abusos sexuales clericales vienen denunciándose con insistencia. Mi favorito, sin embargo, es el último, «Isaac», un homenaje al hermano mayor pero también una disección del núcleo familiar, donde el dolor y el crecimiento confirman su indisolubilidad. Este libro de Galarza obtuvo el premio iberoamericano «Cortes de Cádiz» el año pasado, y me permito recomendárselo a quienes por estos días buscan un regalo que diga las cosas mejor que uno.