La edición facsimilar de El río, que el cineasta Javier Corcuera tuvo la idea de regalarnos a los que asistíamos al pase de El viaje de Javier Heraud, guardaba un tesoro secreto: la reproducción del texto que, de su propia mano, dejara el poeta en el ejemplar número uno del libro.
Allí, como en la película de Corcuera, reconocemos al joven de 21 años desbordado de ideales, que había escogido el alias de Rodrigo Machado para hacer la revolución en un Perú que, aunque nos duela admitirlo, nunca la quiso.
El relato oficial nos habló durante mucho tiempo de un chico, casi un adolescente, bueno, noble, “seducido” por “ideas maniqueas y equívocas sobre imperialismo y lucha armada”, esas ideas que serían poco después, se decía, el caldo de cultivo para la devastación de Sendero.
Es el cuento de hadas del poeta inocente, del limeño blanco que se hace matar entre las selvas, del muchacho de clase media engañado por los guerrilleros sedientos de sangre.
Afortunadamente, el director de El viaje de Javier Heraud y su equipo trascienden ese relato romantizado y falaz que se nos impone desde el colegio al presentar el documental con dos partes complementarias. Siempre a través de la mirada de Ariarca Otero, sobrina nieta de Heraud y Cicerone de este viaje.
En una primera parte está la nostalgia del poeta adolescente, perdido para familiares, amigos y amores. En la otra parte está la selva, las cien personas disparando desde la orilla contra una pequeña barca, los curas difundiendo el miedo contra los comunistas, los 19 impactos de bala.
No sé si, como dice uno de los testigos del asesinato de Javier Heraud, su muerte cambió la mentalidad de muchos. Pero sí le doy la razón en algo: no fue la muerte inútil que nos han querido vender. 53 años después de esa terrible noche entre pájaros y árboles, los dueños del Perú, siguen siendo los mismos. Y las ganas de seguir peleando están intactas.