Cuando llegué por primera vez a Hollywood luego de estrenar Máncora en Sundance, esta industria guardaba… discreto desprecio por la diversidad, vamos a ponerlo así. Yo debía ser lo menos latino posible si quería tener oportunidades en este negocio. Eso suponía borrar mi historia personal y profesional: de dónde soy, cómo me veo, cómo veo el mundo, cómo sueno; debía limar y desaparecer todo aquello que me hiciera diferente al hombre blanco norteamericano. Al entenderlo, decidí que ese no era un juego del que yo estaba dispuesto a participar, así es que dejé Los Ángeles y dirigí mis esfuerzos hacia Colombia hasta que ocurriera aquello que ya me anunciaban: el mercado en los Estados Unidos cambiaría, la audiencia latina crecería y su voz y sus demandas se fortalecerían. Hoy, nueve años más tarde, el escenario cambió. Radicalmente. Uno quisiera creer que esto es la maquinaria de Hollywood respondiendo con audacia a aquello que Donald Trump ha despertado: a más racismo, más protagonistas afroamericanos o latinos. A mayor misoginia, más historias conducidas por mujeres libres y fuertes. Pero lo cierto es que Hollywood es una industria tremendamente conservadora, las tendencias no las definen los ejecutivos de los grandes estudios por impulso disruptivo; por el contrario, ellos responden a los gustos y demandas de la audiencia –a la que permanentemente evalúa, al punto de que pueden medir con mucha precisión el éxito o fracaso de un filme incluso antes de estrenarlo–. Y hoy, la demanda es clara: la audiencia pide diversidad y autenticidad.❧