Soñaba con un glorioso e imborrable funeral al estilo de Vladimir Lenin con millones de dolientes desfilando con banderas rojas ante su cadáver en 1924.
Pero nadie despidió a Abimael Guzmán Reinoso. Nadie dijo una plegaria antes que ingresara en el horno crematorio para desaparecer para siempre. Nadie leyó un retazo de la Biblia. Nadie llevó una flor. Nadie encendió una vela. Yo estuve ahí.
Creía que recibiría los honores de presidente de su fantasiosa República Popular de Nueva Democracia, como Mao Zedong al morir siendo jefe de Estado de la República Popular China en 1976. Pretendía ser el digno heredero del maoísmo. Se hacía llamar la “cuarta espada” del comunismo mundial. Era un arrogante imbatible que forjó el culto a la personalidad. Y quería abandonar el mundo en olor de multitud. Pero terminó como un muerto cualquiera.
Pero en la morgue del Callao no había un solo militante, ningún admirador, ni se vio la sombra de alguna forma de homenaje. Solo se escuchaba el silencio de la derrota.
No recibió ningún trato diferente. Yo estuve ahí para comprobarlo.
“Aquí todos los muertos son iguales”, me dijo la médico forense Daniela Ramos Serrano: “No había por qué cambiar los protocolos establecidos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué motivo? Ni nadie lo pidió”.
Ramos se encargó de levantar el cuerpo de Guzmán en la celda de la Base Naval del Callao. También fue parte de la necropsia que se practicó el mismo día del deceso, el sábado 11 de setiembre. Y ahora dirigió el proceso de verificación de la identidad del fallecido. Un trabajo extenuante.
Cuando llegaron a la Sala de Necropsias el ministro del Interior, Juan Carrasco, y el de Justicia, Aníbal Torres, Daniela Ramos explicó el procedimiento para establecer que se trataba de los restos del “presidente Gonzalo” –como se autotitulaba en sus fantasías de sátrapa comunista– y no de otra persona. El cadáver, que había sido extraído de una cámara frigorífica, estaba envuelto en plástico, como una momia. Y dentro de una especie de saco negro. Entonces, los técnicos necropsiadores provistos de filudas tijeras despojaron a Guzmán del envoltorio de plástico. Fue un momento de tensión. Todos sintieron de algún modo que serían testigos de un acto histórico porque verían por última vez al cabecilla de lo que en su momento el periodista Simon Strong llamó “el grupo subversivo más letal del mundo”.
jefe de la Dircote, general PNP Óscar Arriola
El reloj marcaba las 11 y 51 de la noche del jueves 23 de setiembre, cuando finalmente el cadáver de Abimael Guzmán fue despojado del plástico y quedó completamente expuesto, de espaldas, mirando hacia el techo. Y yo estuve ahí.
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Durante el conflicto armado interno reporté atroces crímenes senderistas, en escenarios de cuerpos mutilados, despedazados, irreconocibles. Dispersos en la calle, semienterrados en el campo, amontonados en mortuorios infernales. También encontré terroristas desmembrados por bombas que estallaron antes de tiempo, o triturados por la metralla o completamente calcinados. Sin embargo, los restos de Guzmán, del hombre que diseñó, dirigió y consumó la atroz guerra, estaban completos. No era una masa informe, como terminaron sus víctimas y sus acólitos. En el fondo, temía una muerte violenta. No quería que el plomo violara la integridad de su humanidad. Por eso nunca enfrentó el peligro. Enviaba a la muerte a centenares de terroristas desde su cómoda residencia en Miraflores, y en la última parte del conflicto, desde una tranquila zona de Surquillo. Jamás arriesgó el pellejo. Por eso el cadáver estaba completo. Lo que no pudo evitar es la cremación y que sus cenizas desaparecieran en un desconocido lugar.
“No puedo decir dónde terminaron las cenizas, así lo supiera. Mejor es que nadie lo conozca. Será bueno para todos, pero seguro menos para ellos, los terroristas”, me explicó el ministro de Justicia, Aníbal Torres. Cuando los técnicos forenses dieron vuelta al cadáver, para completar la homologación de la identidad, ya no quiso estar muy cerca. “Tengo 78 años. Este tipo de escenas a esta edad ya resultan muy perturbadoras’', alegó.
Fuimos pocos los que nos quedamos en la puerta de la Sala de Necropsias cuando los técnicos forenses comenzaron a mostrar las enormes suturaciones en el cadáver. Le abrieron por los costados, en las piernas y en los pies. Quedamos muchos menos en el momento en que le abrieron una parte de la cabeza y la parte inferior del glúteo derecho, para extraer restos de piel para los exámenes de ADN. Con una gruesa aguja y un hilo suturaron las partes expuestas como si se tratara de un saco.
anibal torres
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‘’Eso es algo que se hace con todos los que son sometidos a necropsias de este tipo”, comentó la fiscal Joselyn Purizaca, que no se movió del lugar hasta la última puntada.
‘’Ha tenido suerte’', afirmó la doctora Daniela Ramos: ‘’Llegó completo. Las necropsias de cuerpos que han sufrido daños son las más difíciles, penosas para trabajar’'.
Ya eran más de las 2 de la mañana cuando había concluido la homologación del cuerpo e iba a ser introducido en un saco negro y en el ataúd, con dirección al crematorio. Entonces el jefe de la Dircote,el general Óscar Arriola, solicitó a los técnicos levantar el torso del cadáver. Fue el momento más impactante. Era el mismísimo Abimael Guzmán. Por las dudas, también lo sentaron de perfil. Todos los presentes se remecieron de una u otra forma. Con estas demostraciones, si alguien todavía guardaba alguna sospecha, debió quedar convencido de que, en efecto, era el atroz “presidente Gonzalo” que soñaba con un apoteósico sepelio. No lo consiguió, porque fue cazado y derrotado. Y en esa condición fue incinerado. Y estuve ahí para comprobarlo.
Abimael Guzmán
Entre 1991 y 1994, el ministro de Justicia, Aníbal Torres Vásquez, fue decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de San Marcos. Fue uno de los periodos más duros del conflicto armado interno. Los terroristas concentraron sus actividades en Lima.
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Era un peligro enseñar y estudiar bajo la amenaza de los senderistas. Por si fuera poco, Alberto Fujimori ordenó el ingreso de tropas del Ejército.
Abimael Guzmán
“Yo no conocí a Abimael Guzmán, pero me enfrenté a su gente en San Marcos. Saboteaban las clases, amedrentaban, era una situación de riesgo”, recordó Aníbal Torres, quien lleva en la solapa del terno un escudo sanmarquino.
“Decidimos continuar con las clases, los desafiamos. No nos rendimos”, relató el ministro de Justicia.