Determinar cuánta carga tributaria debemos asumir como ciudadanos será siempre motivo de controversia porque la tributación surge de la colisión entre el derecho a la propiedad y el deber que todos tenemos de sostener las funciones del Estado. Como sociedad hemos decidido darle una potestad enorme al Estado al permitir que nos prive, periódicamente, de parte de nuestra propiedad. Pero como señaló Holmes en un famoso caso de la Corte Suprema estadounidense: “los tributos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada”.
Sin embargo, no es un precio que debemos pagar ciegamente. Una tributación democrática no implica la simple cesión de nuestra propiedad, sino también que seamos parte de las decisiones que determinan cuánto cedemos, bajo qué criterios y para qué se usaran esos recursos. En el mejor de los mundos, este debate trascendental debería darse en un Congreso representativo de las distintas posiciones políticas de la ciudadanía y los congresistas estarían sometidos al control político de sus votantes y la opinión pública. El resultado sería un sistema tributario en el que los ciudadanos y empresas pagaríamos el nivel de tributos que como sociedad hemos considerado justo y pertinente para la clase de Estado que queremos. No es un sistema perfecto (la democracia nunca lo es), pero suena bastante bien.
Esto está lejos de pasar. La desconfianza en el Congreso ha generado que la ciudadanía haya permitido que, sistemáticamente, las facultades de legislar en materia tributaria pasen al MEF. Éste ha adoptado la costumbre de, luego de recibir amplias potestades, promulgar reformas tributarias de gran calado entre Navidad y Año Nuevo. Y aunque tenemos muy buenos funcionarios en el MEF, esta forma poco transparente de emitir normas tributarias es poco democrática, no permite un adecuado control ciudadano y no le da la oportunidad a los expertos y la sociedad civil de identificar potenciales problemas en las normas.
El resultado es que la ciudadanía se siente ajena a cómo funciona nuestro sistema tributario y que se emiten normas con errores que fácilmente hubieran podido ser corregidos. Estos errores generan grandes litigios como el que vimos ayer en el Tribunal Constitucional por el tema de la prescripción. Ese litigio pudo ser evitado. Hace muchos años pudimos establecer con claridad algo tan fundamental como el plazo razonable para que la Administración Tributaria fiscalice y cobre deudas tributarias. La carga tributaria de las empresas no debería ser resultado de un litigio sobre tecnicismos sino una decisión consciente de la sociedad.
Nunca estaremos de acuerdo con cuánta carga tributaria debe asumir cada persona y cada empresa. Es un tema profundamente político en el que encontraremos una amplia variedad de posiciones en la sociedad. Pero creo que si podemos estar de acuerdo en que no podemos seguir promulgando normas tributarias a espaldas de la ciudadanía y que la carga tributaria que asumen las y los peruanos y sus empresas debe determinarse luego de un amplio debate público y no por litigios generados por normas poco claras o con errores de técnica legislativa.
Debemos democratizar la forma en la que se aprueban normas tributarias. No más tributos sin participación y control democrático de la sociedad civil.