“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis…” (Mateo 25, 35). Este pequeño extracto del Evangelio de Mateo tiene como mensaje central la práctica de la misericordia: el día del juicio final seremos evaluados por la que hayamos ejercido a través de nuestras obras. Por ende, la verdadera fe se manifiesta en el amor al prójimo y a través de acciones.
Sin embargo, el texto bíblico nos indica también a quiénes dirigir la misericordia: pobres y migrantes, y en ese sentido, quisiera detenerme en estos últimos, cuya vulnerabilidad comienza a partir del momento en que emprenden aquella incierta marcha con el objetivo de lograr vivir en condiciones dignas.
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Los cristianos entendemos que el eje central del mensaje evangélico es el amor. La caridad con el otro es fundamental y dicho ejercicio es puesto a prueba en determinadas situaciones, como el drama actual por el cual cientos y miles de migrantes arriban a nuestras ciudades, poniendo nuestra fe en confrontación. Ante esta ingente masa, la respuesta ha sido diversa: acogida, respeto, solidaridad, pero también xenofobia y rechazo. Manifestaciones de miedo ante aquel otro, el distinto. Como lo señaló el Papa Francisco en su mensaje para la Jornada Mundial del Migrante: “El problema no es el hecho de tener dudas y sentir miedo. El problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes…”. Estamos viviendo entonces una percepción negativa con respecto a ellos. ¿Es motivo suficiente para dejar de manifestar la caridad?
Miedos y percepciones
El Perú dejó de recibir olas migratorias a principios del siglo XX. Lo más cercano fueron los miles de desplazados por el terrorismo que llegaron a las grandes ciudades a partir de la década de 1980. Por ello, la ola migratoria venezolana, tan diversa en su conjunto, implica un desafío para una sociedad que no está preparada, lo cual se manifestó desde un inicio con diversas reacciones. El peligro laboral potencial que podía representar constituyó un primer motivo de rechazo, pero a ello se ha sumado ahora el tema de la inseguridad.
Los miedos siempre se alimentan con el desconocimiento de una realidad. Venezuela vive una crisis que obliga a miles a salir de su país, pero no llega una elite, sino una masa con su propia problemática que termina siendo emplazada en nuestro espacio. El vendaval de migrantes no ha recibido el tratamiento que amerita: sin una política clara, simplemente se abrieron las puertas y cuando ello representó un problema, empezaron las restricciones que justamente acrecientan su vulnerabilidad.
¿Qué debemos hacer?
Definitivamente, existe una coyuntura abrumadora que nos reta como sociedad, pero frente a ella sería conveniente precisar algunos criterios que ayudarían a procesarla mejor:
- Los migrantes son personas concretas con miedos, angustias y alegrías, y también con intereses muy diversos, pero ello no invalida que haya personas efectivamente en vulnerabilidad, para lo cual estar aquí es un asunto de vida o muerte.
- Nuestra mirada sobre la migración no puede ser en blanco y negro, sino reconocer sus matices. Ello ayudaría a mejorar nuestra práctica pastoral o tener mayor espíritu crítico para evaluar este fenómeno.
- No debemos ver a todos los migrantes como víctimas, sino como personas que buscan una oportunidad de empleo.
- Reconocer que nuestra informalidad constituye el caldo de cultivo que acrecienta la inseguridad y violencia que vivimos.
- No caer en generalizaciones que afecten a todo un colectivo.
- Si bien se ha otorgado un permiso temporal de permanencia (PTP), no significa que exista una política clara de integración promovida por el Estado, contexto que sólo acentúa la marginalidad.
- Debemos ser autocríticos: nuestros problemas de inseguridad vienen de mucho antes, y culpar a los migrantes es una franca hipocresía. Tampoco se soluciona cerrándoles las puertas.
En síntesis, la migración y sus efectos son parte de nuestra realidad y debemos aprender a convivir con ella. Por ello, es importante exigir al Estado políticas claras con respecto a la población migrante, desde lo laboral hasta una integración y plena inclusión dentro de la sociedad.
La experiencia señala que el migrante integrado se identifica con la sociedad que lo acoge y colabora en su desarrollo, y precisamente las situaciones de inseguridad demuestran que algo no marcha bien en este proceso.
Sin embargo, debe quedar claro que se trata de una problemática que afecta a todos, y amerita una respuesta conjunta del Estado, organizaciones civiles y la población (peruana y venezolana).
Igualmente, es preciso evitar generalizaciones que sólo generan un estigma hacia los migrantes, desprecio y marginalización que conllevan a la violencia.
Hay que dar una mirada a las diversas experiencias de apoyo promovidas por la Iglesia: ellas expresan la posibilidad de una integración más horizontal en la sociedad, teniendo como resultado la disminución de los prejuicios a través de espacios comunes, y también los niveles de violencia e inseguridad. Y como señala el Papa en otra sección de su discurso, la migración es “una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio”. ¿Estamos realmente asumiendo este reto a nuestra fe y sentido de justicia?
Redacción: La Periferia es el Centro. Escuela de Periodismo - Universidad Antonio Ruiz de Montoya.