El mejor regalo de Navidad que puedo desearles a todos, es que se encuentren con un maestro como Max.,El título de esta nota es el del libro en homenaje a Max Hernández, publicado por la editorial Gradiva, editado por Marie Saba, Carla Peralta y Raúl Fatule. Es también, por supuesto, el bolero de Daniel Santos. Además, tal como acotó Max en la respuesta que improvisó al alud de elogios que recibió el viernes pasado en la presentación del libro, una alusión al genial texto de D.W. Winnicott, “Juego y Realidad”. Lo cierto es que es un nombre muy acertado, pues abarca la abrumadora complejidad de ese gran humanista peruano que es el psicoanalista Max Hernández. En este punto debo precisar que antes de conocerlo en persona, yo ya sabía que, tal como afirmó Fernando Savater en un homenaje a Magnus Enzensberger (“cuando sea grande quiero ser Magnus”), cuando fuera grande, quería ser Max. En su fantástica trayectoria, Max ha sembrado tantas enseñanzas que sería utópico resumirlas. Permítanme mencionar algo que ha marcado a fuego mi trabajo y mi vida. Cuando él todavía vivía en Londres, su estela de psicoanalista explorador de las márgenes de la existencia, me había rozado. Lo aguardaba con esa impaciencia idealizada de los seguidores avant la lettre. Recuerdo con claridad el día que finalmente lo conocí, en el consultorio de Saúl Peña. Corría el año de 1974. El tiempo ha demostrado con creces cómo Max elaboró lo que llamé, en un artículo periodístico en la revista Somos de El Comercio, el trabajo del retorno. El trabajo del exilio nos resulta más fácil de imaginar. Acuden a la mente asociaciones melancólicas o incluso paranoides, pero estas evocaciones enmudecen cuando se piensa en volver. Después entendí, cuando lo viví en carne propia, que retornar no es menos desafiante. De modo que trocar las ritualizadas reglas del setting (encuadre) británico por las características híbridas del psicoanálisis criollo, no era ni es un paseo por el parque. Del Hernández que llegó a Lima con la misión –un tanto alienante y colonizada- de difundir el evangelio del psicoanálisis británico, hasta el autor de ese clásico titulado “Memoria del Bien Perdido”, su espléndido ensayo acerca del Inca Garcilaso, mucha agua corrió bajo los puentes tanto del Támesis como del Rímac. Y esa es una de las muchas deudas que he contraído con Max, las que intento honrar siguiendo su enseñanza: lo que él llama un psicoanálisis específicamente peruano. Vale decir, interdisciplinario. Este vaivén entre la clínica y la sociedad, es pues una de las tantas cosas que me enseñó. Para eso es imprescindible esa permanente capacidad de asombro que siempre nos ha inculcado a sus discípulos. Cuando Max dice, citando a un sabio charapa, que a él la vida lo arrecha, lo dice en serio. Pero por encima de todo esto, su indeclinable vocación por la amistad –en ocasiones tan generosa con la gente que pone a prueba mi tolerancia- hace de Max una de las personas más necesarias imaginables, como nos consta a todos los que hemos tenido el desmedido privilegio de encontrarlo en nuestro camino. El mejor regalo de Navidad que puedo desearles a todos, es que se encuentren con un maestro como Max.