Ante el enorme y casi insostenible descrédito de su praxis política, las ratas del fujimorismo empiezan a abandonar el barco, a exigirse responsabilidades, a pedir cambios de rumbo.,Si algo tienen en común las películas de mafiosos es que exhiben de manera brutal y espectacularizada tres de los peores vicios de cualquier asociación criminal: la pugna por el poder, la traición y la violencia. Siempre hay dos o más bandos enfrentados, siempre hay un individuo que delata y traiciona a sus jefes y siempre se resuelve todo con violencia. Por eso, en los estertores del primer fujimorismo, cuando Alberto “perseguía” a Montesinos antes de fugarse el mismo rumbo a Japón, todo nos recordaba a una (mala) película de gángsters. El desenlace de esa pesadilla sembrada de violencia que fue la dictadura, fue el sálvese quien pueda de quienes habían ejercido el poder, el echarse la culpa unos a otros, la traición. Algo similar ocurre con lo que queda de la Familia. Ante el enorme y casi insostenible descrédito de su praxis política, las ratas del fujimorismo empiezan a abandonar el barco, a exigirse responsabilidades, a pedir cambios de rumbo. Parecen olvidar que los “yo no sabía”, los “acabo de enterarme”, los “quería renunciar hace tiempo pero…” no les van a servir de nada, ya no para justificarse ante la sociedad, sino ante los propios capos a los que han servido como lacayos. En la estructura mafiosa a la que pertenecen no suele haber ni olvido ni perdón porque el destino de los corruptos es venderse, eliminarse mutuamente, picarse unos a otros como el escorpión de la fábula porque “está en su naturaleza”. A los demás nos toca dejar de comer palomitas para no perder de vista que estamos ante la oportunidad histórica de acabar con el fujimorismo político para centrarnos finalmente en lo más arduo y complejo: acabar con el fujimorismo ideológico.