Si bien la Cumbre tiene como tema central “La gobernabilidad democrática frente a la corrupción”, muy adecuado para la situación de América Latina con Odebrecht y para la de Trump por la trama rusa, corrupción y nepotismo, ésta pondrá fin a los postulados de la política comercial que impulsó Estados Unidos.,Ariela Ruiz, columnista invitada La octava Cumbre de las Américas, en Lima, marcará un punto de inflexión en la relación de Estados Unidos con la región. Si bien tiene como tema central “La gobernabilidad democrática frente a la corrupción”, muy adecuado para la situación de América Latina con Odebrecht y para la de Trump por la trama rusa, corrupción y nepotismo, ésta pondrá fin a los postulados de la política comercial que impulsó Estados Unidos desde que se realizó la primera Cumbre en Miami, en 1994, cuando se anunció la construcción del ALCA. La Cumbre de Lima tendrá la particularidad de contar con un presidente norteamericano desinteresado y desacreditado en la región. El agresivo discurso contra los migrantes, la prepotencia con la que Donald Trump anuncia la construcción del muro en la frontera con México y el envío de tropas militares a esa zona, sus referencias a Haití y otros lugares de Centroamérica como “países de mierda”, el fin de programas de protección temporal de ciudadanos de Honduras, El Salvador y Haití, así como el anunció de la culminación del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) han provocado la caída de la aprobación del liderazgo de EE.UU en la región de 49%, en el último año de gobierno de Obama, al 24%, según Gallup. Esta situación ha dejado el campo abierto para una mayor presencia de China en el continente, hecho que llevó al ex secretario de Estado, Rex Tillerson, a decir en febrero que “China se está afianzando en América Latina y está usando su poder económico para llevar la región a su órbita”. Además, aludió a ese país como un poder imperial y un posible depredador que incursiona en la región solo en busca del beneficio propio. Resulta entonces inexplicable que Trump se haya retirado del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) con países latinoamericanos y asiáticos, negociado por su antecesor Barack Obama, precisamente para contrarrestar la influencia de China, mientras esta impulsa iniciativas de integración en Asia. En su obsesión por traer de regreso la producción manufacturera a Estados Unidos para reducir el enorme déficit comercial que registra su país, ha responsabilizado especialmente a China, Alemania y a los TLC que su país ha suscrito con veinte países, 12 de los se ubican en el continente americano. Desoyendo las advertencias de prestigiosos economistas sobre lo costoso que sería desactivar las complejas cadenas de valor integradas en la producción de manufacturas, ha iniciado una guerra comercial al anunciar aranceles a la importación de acero y aluminio, así como a productos de China, a lo que ésta ha respondido al gravar productos de EEUU con aranceles de entre 15 y 25%. Los hechos han provocado una caída generalizada en los mercados del mundo que hacen imprevisible el escenario económico futuro. En el ámbito continental, Trump ha impulsado la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con sus dos principales socios, arguyendo el déficit comercial que registra con ellos y, en general, con los países con los que tiene TLC. Por eso, los ha presentado como un regalo del gobierno norteamericano a sus socios y ha anunciado que “la era de la rendición económica ha terminado… y a partir de ahora, las relaciones comerciales serán justas y recíprocas.” Una falacia que excede los alcances de esta nota. El escenario descrito permite inferir que ésta será una Cumbre intrascendente, sin un proyecto político claro para la región, con un retroceso de los avances en normas ambientales que forman parte de las agendas de otras Cumbres, que Trump ha venido desactivando, y con una posición dividida frente a la insostenible situación de Venezuela.