Mi madre siempre decía que no se debe hablar de religión, política o fútbol en una reunión. En casa era una regla sagrada. ,Si discutes sin escuchar al otro, no sirve para nada. Mi madre siempre decía que no se debe hablar de religión, política o fútbol en una reunión. En casa era una regla sagrada. Cualquier escaramuza era apagada con un amable comentario sobre el último niño nacido. Siempre me quedaba picón, quería que se encienda un debate sin tregua, más aún sabiendo que en la línea paterna coexistían románticos idealistas de izquierda, capitalistas cínicamente divertidos, hinchas de todos los equipos de la capital y el puerto, fanáticos católicos e impenitentes ateos. Un duelo de agresiva esgrima verbal hubiese hecho más llevaderos esos largos domingos. Si el local era mi jato, el hecho era imposible. Como reacción, durante mi intensa juventud me dediqué a dar la contra. A pelear por pelear. A despreciar la posición del otro. A gastar energía para imponer mis gritos. La pataleta duró largo tiempo. Me costó mucho aprender a escuchar al que piensa diferente. Ejercicio extraordinario, ayuda a encontrar nuevos conceptos o a mejorar las posiciones propias. Es probable que no cambie lo que sentimos como justo, pero suma la opción de entender la lógica del adversario. El único camino para crecer pasa por generar un espacio superior colocando atención en las minorías, trabajando para la mayoría, buscando algún punto de intersección con el que tenemos diferencias aparentemente irreconciliables. Lo que nos va a salvar es la tolerancia, la empatía, la búsqueda del bien común, la escucha. Ojalá los peruanos decidamos trazar una ruta hacia la construcción de una patria verdadera. Si no podemos, dejemos de discutir, no sirve para nada.