El Lugar de la Memoria (LUM) busca “difundir la verdad de los hechos ocurridos entre las décadas de 1980 y 2000”. Ello supone, en la práctica, la evocación de todos los sucesos que marcaron la guerra interna declarada por Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) al Estado peruano, y que los peruanos vivimos en ese lapso. Pero no solo ello. Aspira también a repasar los excesos y violaciones a los derechos humanos que se perpetraron durante los regímenes de Fernando Belaunde, Alan García y el de Alberto Fujimori. En este sentido, muestras como la de Resistencia Visual 1992, han sacado ronchas. Y han erizado e indignado, particularmente a muchos fujimoristas que quisieran un poquito de cariño en las retrospecciones. Pero claro. Como solo se topan con realidades que no quieren recordar ni mencionar, entonces se la agarran con el LUM. “¡Ha resultado un espacio amnésico, intolerante y discriminatorio, que dice mentiras financiadas con nuestros impuestos!”, han chillado por ahí con histerismo, quienes no tienen la menor idea sobre cuál es el propósito de sitios como el LUM. Porque a ver. La memoria no puede ser neutral, como expresó Renato Cisneros en su columna de Somos. La memoria, a ver si nos enteramos, nos va a traer al presente las imágenes del horror. La verdad que nos es difícil de digerir. El duelo que no ha terminado de cerrar. Las catástrofes morales que no supimos evitar. El LUM es, en este sentido, un sitio de conciencia. Para recordar a los que faltan. Para rememorar a las víctimas del terrorismo comunista y del terrorismo de Estado. Para volver la vista atrás con el propósito de que nuestro pasado no caiga en saco roto. Y está hecho para los que no se enteraron del horror vivido en esos veinte años. Porque nunca les contaron. Porque nunca lo leyeron. Porque no habían nacido. Porque no quisieron saber. Por lo que sea. En los museos europeos sobre el holocausto o el martirologio judío, a nadie se le plantea como un reparo la idea de cómo podrían tomar los neonazis, o los mismos alemanes, los crímenes de lesa humanidad ejecutados por las huestes hitlerianas. Es más. Si tan ofensivo le parece a los fujimoristas que les hagan acordar del zarpazo a la democracia del 5 de abril, los robos, el pillaje, la corrupción, las violaciones a los derechos humanos, los secuestros, las torturas, los asesinatos sumarios, y en ese plan, pues entonces que se construyan su propio museo, en el que erijan su verdad alternativa y paralela. Aquella en la que Alberto Fujimori fue una suerte de semidiós y de santo laico que “salvó al Perú”. Y es que todos los que hablan de “memoria parcial” o “selectiva” en el caso del LUM, asumen este tipo de premisas: “Hubo algunos excesos, sí, pero eran necesarios”. Y con ello procuran justificar los desmanes. O, los más cínicos, pretenden endosarle todos los males a Vladimiro Montesinos. Y claro. Siempre se escuchará también el argumento de que el LUM no reconcilia, sino que divide. Que el LUM sea un recinto que le permita a nuestra memoria colectiva ejercitarse, aprender, y producir justicia, es algo que nos debería confortar como sociedad. Porque la memoria no se interpreta. Tampoco santifica. La memoria, si no se han enterado, desvela, transparenta, descubre, revela, como anotan los curadores de la ESMA, ese centro clandestino de detención donde se aplicaban tormentos inimaginables en los tiempos de la dictadura militar argentina. El mismo debate lo vemos en torno al Museo de la Memoria de Chile, abierto al público en enero del 2010, y que se trata de otro espacio a través del cual el Estado busca una reparación simbólica para las víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. Eso, y educar a las nuevas generaciones sobre el pasado reciente de Chile. ¿Qué pasó? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Por qué es necesario recordar? ¿Qué lecciones debemos sacar de nuestra historia? Todas estas preguntas no hacen sino ponerle el foco a los acontecimientos que nos marcaron en esos veinte años. ¿Para qué? Para que tengamos un espacio de reflexión y una oportunidad para advertir posibles peligros que nos lleven a reeditar los errores del pasado. Un país sin memoria es un país condenado al fracaso. Un país sin memoria es susceptible de creerse fácilmente las mentiras de políticos oportunistas y aventureros. Un país sin memoria es un país sin identidad. Un país sin memoria es un país incapaz de aprender. El sentido de locales como el LUM es el de estimular el debate. Y obvio. Oponerse a la negación y al silencio.