
En 2004, año lejano al conflicto entre Rusia y Ucrania, Enrique García Quiroz inició la carrera de medicina en la Universidad de Guadalajara sin imaginar que su vocación lo llevaría hacia las mayores guerras actuales. No fue hasta 2019 que se unió a Médicos Sin Fronteras (MSF), organización que le brindó uno de los mayores desafíos de su carrera. En este contexto, se enfrentó a una de las crisis sanitarias más complejas: estar en la primera línea de atención durante el conflicto en Ucrania, específicamente en la ciudad de Dnipró.
Desde hace cuatro meses, Enrique ejerce como coordinador de operaciones médicas de MSF, brindando apoyo a las víctimas de la crisis en Ucrania. Antes de asumir el proyecto, sabía que sería un desafío complejo, pero nunca pensó en rendirse. Sin embargo, jamás imaginó que se enfrentaría a una crisis sanitaria de tal magnitud y profundidad.
Lejos de tener una rutina estable, su vida se adapta al contexto bélico. Algunos días puede regresar a casa a las 6 de la tarde, darse una ducha, comer y experimentar una aparente normalidad, aunque él mismo la considera imposible. En otras ocasiones, su hogar, lejos de ser un lugar seguro, se transforma en un vía crucis del que dispone de pocos minutos para huir si no quiere correr el riesgo de ser alcanzado por un ataque.
Durante las noches, Enrique García Quiroz apenas logra dormir una hora y media seguida, interrumpido por los constantes bombardeos y las alertas de seguridad. Junto a Médicos Sin Fronteras, organización que le permitió ejercer en suelo ucraniano, relata que no solo debe preocuparse por salvar vidas ajenas, sino también por la suya. La presencia de drones cerca de su vivienda y la proximidad de los frentes de guerra convierten el ejercicio de la medicina en Ucrania en una labor de alto riesgo y compromiso extremo.
Dos semanas atrás, junto a colegas de la profesión, Enrique creyó que iba a perder la vida cuando una explosión, al promediar las 10 de la noche, destruyó la casa en la que se alojaba. Al escuchar cómo los ataques se iban acercando, tuvieron que descender a los sótanos, una práctica habitual en el país para resguardarse. Poco tiempo después, una bomba cayó en el jardín de la vivienda y acabó con sus bienes materiales, pero, sobre todo, dejó una huella difícil de sanar.
“Tres minutos. Solo tienes ese tiempo para dejar todo lo que estás haciendo cuando recibes una alerta y correr a los refugios. Lo mismo con las bombas autoguiadas, teledirigidas. Es muy complicado hacer tu trabajo y tener tu teléfono en la mano. Y es algo que se repite día a día”, asegura.
Lejos de contar con condiciones adecuadas para ejercer su labor, Enrique advierte que en Ucrania no existen las herramientas mínimas para la atención sanitaria. La ausencia de médicos de atención primaria ha provocado que acciones básicas, como tratar una gripe o aplicar una vacuna, se conviertan en una verdadera odisea. Esta situación genera una presión constante no solo sobre el personal médico, sino también sobre la población, que percibe cualquier enfermedad como una condena de largo plazo.
Cirujanos, enfermeros y equipos de clínicas móviles son desplazados hacia las zonas donde se prevé un mayor número de heridos. Allí realizan seguimiento no solo a los casos médicos, sino también a las alertas que reciben en sus teléfonos móviles ante la posible llegada de un misil o una bomba, con el fin de evitar un daño mayor en un conflicto que se prolonga desde hace más de cuatro años.
Los niños, desde una reflexión un poco más emocional y menos objetiva, son uno de los grupos más vulnerables en el contexto del conflicto entre Moscú y Kiev. Sus compañeros de profesión, por miedo a ser alcanzados por un misil o un dron, salieron del frente de guerra dejando a muchos menores de edad sin la posibilidad de acudir a un pediatra o a una enfermera, además de no tener acceso a medicamentos ni seguimiento constante.
Temperaturas que alcanzan los 20 grados bajo cero, cortes de luz, falta de calefacción y zonas que evidencian al personal sanitario colapsado son parte de lo que Enrique, junto a su equipo de trabajo, tiene que afrontar. Aunque considera que el sistema ucraniano tiene los recursos para erradicar este problema, señala que la imposibilidad de acceso a las zonas es lo que hace que los servicios de salud para los niños sean limitados, en un contexto de cierre de hospitales y centros de salud.
Él ha tenido la oportunidad, al igual que con los niños, de atender a adultos mayores —considerados también como parte de la población de riesgo—. Ambos son grupos dependientes y, a raíz de que la mayoría de las personas se fue de la zona de guerra, no hay quien los cuide ni les provea de recursos básicos, siendo la mayoría de los casos en las zonas del frente de guerra.
"Es gente que no puede ir al supermercado ni a la farmacia. Tienen reducción de movilidad, enfermedades crónicas que deben ser tratadas, pero no hay forma de que puedan acceder a servicios básicos, si es que aún existen", señala, mientras cuenta que en la mayoría de los frentes de guerra lugares como farmacias y supermercados son cosa del olvido, además de que en muchas de las casas allí carecen de agua o electricidad.
Dnipró, ciudad donde vive Enrique desde su llegada como representante de Médicos Sin Fronteras, es una de las más afectadas por la guerra. Siendo la cuarta ciudad más grande de Ucrania, ha podido ver cómo las fuerzas rusas atacaron indiscriminadamente hospitales, casas, edificios administrativos, escuelas y otros centros.
Los hospitales, su hábitat natural, son de los lugares con más bombardeos constantes. Ha tenido que moverse al menos de diez hospitales porque estos han sido cerrados o bombardeados. Aunque esto pueda representar un limitante, en honor a la vocación, siguen enviando medicamentos para los médicos que, voluntariamente, y en un acto heroico, se quedaron cerca de estos lugares —sin un techo para atender— para salvaguardar la vida de las personas.
"Yo soy el último que me voy", fueron las palabras de un colega de Enrique y director de un hospital antes de perder ambas piernas por un ataque de un dron. Un caso que quedó marcado en su mente y posiblemente no logre borrar. Zaporiyia, ciudad ocupada por Rusia, también quedó en su retina cuando se enteró de que, en un mismo día, atacaron 15 edificios residenciales y unas 30 personas murieron.
El trauma durará generaciones, asegura, mientras resta importancia a las heridas físicas y sobredimensiona las psicológicas. "La explosión, el fuego, ver las ventanas volar. Eso fue una sola vez. Hay personas que viven esto cada semana", cuenta con cierta premura al narrar su experiencia.
A 15 kilómetros de la línea de combate, junto a los integrantes de MSF, Enrique recibe a miles de personas heridas y asegura que, con el paso del tiempo, llegas a acostumbrarte a memorias fotográficas realmente impactantes. Personas desangradas o con algún miembro del cuerpo colgando. No existe tiempo para lo emocional y actúan con rapidez para llevarlos al hospital y operarlos de inmediato.
Una experiencia reciente ocurrió con una señora mayor de edad, desorientada ante la catástrofe, quien contó cómo fue rescatada por su perro para poder respirar, ya que estaba cubierta de piedras, entre los escombros, luego de que su casa fuera derribada por fuerzas bélicas. Los niños y ancianos son las personas con las que más compasión se tiene, sobre todo luego de la jornada laboral. "Cuando estás en la almohada, recuerdas todo", asegura.
Como parte de su experiencia en Ucrania, ha tenido la posibilidad de entablar conversaciones y amistades con integrantes del ejército. Un caso reciente fue el de un colombiano al que tuvieron que amputarle la pierna y que está en cuidados intensivos. Y aunque parezca aterrador, según cuenta, él tiene muchas ganas de compartir su experiencia, aunque, desde su lado, desea que puedan reunirse con su familia. Un reencuentro que parece lejano, pero que sigue persiguiendo con dedicación, porque salvar vidas es lo que más le motiva.

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