Por: Irene Escudero, corresponsal de EFE en Colombia
El “Haitianos FC” debuta en la playa de Necoclí, o eso dice en la camiseta de uno de los jugadores que pasan el rato mientras esperan para conseguir uno de los pocos cupos que hay en las lanchas que cruzan al otro lado del golfo de Urabá, el final de Colombia, donde hay unas 17.000 personas esperan para continuar su camino a Norteamérica.
El pueblo, de unos 70.000 habitantes, está saturado: un centenar de carpas se extienden por la playa, los migrantes han colgado hamacas entre los botes encallados en la arena, venden arroz con habichuelas en el paseo marítimo y se bañan en el Caribe, como si fueran unos paseantes más, una soleada tarde de domingo.
Sin embargo, la preocupación se mezcla con la indignación y el enfado. Solo 500 personas pueden embarcar al día en las lanchas que los dejan en Acandí para comenzar su travesía por la peligrosa selva del Darién, que separa Colombia de Panamá, y los pocos que consiguen cupo no pueden embarcar hasta el próximo mes.
Todas las boletas están vendidas hasta el 17 de octubre, y cada día llegan a Necoclí unos 700 —incluso más de 1.000 algunos días—, por lo que todos los servicios están colapsados.
“Si tienes que durar mucho tiempo aquí, tienes que tener dinero”, explica a Efe, desde la playa Saint-Louis, un joven haitiano nacido en República Dominicana que lleva más de dos semanas en Necoclí y consiguió un tiquete para el 15 de octubre.
Llegó a Brasil en 2020 y ahorró dinero trabajando en una empresa de transporte para poder irse a Norteamérica donde quiere acabar sus estudios, porque Brasil, aunque lo trató bien —asegura—, no da para vivir y mandarle dinero a su madre, que le financió su aventura.
El camino por Bolivia, Perú y Ecuador fue fácil; “todo el camino cuesta dinero”, pero al menos pagas y pasas, dice el joven de 24 años. El problema lo encontró en Colombia.
“No es que nosotros no tengamos plata, es que nos están chupando la sangre”, alega Hudson, otro joven haitiano con un fuerte acento argentino, herencia de haber vivido cuatro años en ese país.
En el pueblo —donde no hay un solo baño público— Unicef instaló un tanque grande con agua potable, que los migrantes dicen que se acaba en apenas dos horas y por dormir en alguna de las habitaciones que los vecinos han habilitado les cobran hasta 10 dólares por persona.
Cada vez que intentan retirar el dinero que sus familiares les envían para continuar el viaje, les cobran hasta el 35% de comisión.
“Ellos están haciendo plata con nosotros”, dice el joven, que solo quiere que llegue el 13 de octubre para embarcar con su mujer hacia la selva, en una travesía que los que la logran cuentan que es la parte más dura de todo el trayecto a Norteamérica. Mientras tanto, pasa el tiempo en una improvisada mesa jugando al dominó con un grupo de venezolanos entre una decena de carpas de plástico.