Por Paulette Desormeaux y Michelle Carrere para CONNECTAS.
Con colaboración audiovisual de María José Díaz
Los vagones del metro están calcinados. También los tres cajeros automáticos de la estación donde se detuvieron. Los rieles de la línea férrea subterránea destruidos. Todo ahí abajo está completamente cubierto de cenizas. El olor a humo y fierro quemado es penetrante y a ratos cuesta respirar sin toser.
Afuera de la estación, un grupo de jóvenes militares armados impide que ingresen los transeúntes. Dentro se encuentran familias y vecinos del sector de Lo Prado, en la zona poniente de Santiago, la capital chilena. Son unas cincuenta personas que, con palas y sacos, limpian lo que quedó de la estación San Pablo, la última de la línea 1 que cruza la ciudad conectando oriente y poniente.
Rosa Pinto llega temprano con su suegra y sus nietos. Quieren acelerar el proceso de reconstrucción de la estación que fue quemada el sábado 19 de octubre de 2019, en medio de las protestas sociales que estallaron de forma masiva en el país con mejores índices de desarrollo humano de América Latina, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD.
Junto a ellos, con guantes gruesos, un delantal azul y el pelo recogido, Gladys Zúñiga, una mujer de 53 años nacida y criada en la comuna, barre indignada el hollín de la estación. Cada cierto rato interrumpe sus quehaceres, mira fijo a la cámara y despotrica, con las manos alzadas, en contra de las razones que la han mantenido por años inconforme y que hoy, en un escenario calcinado, la tienen furiosa. A 12 kilómetros de ahí, Patricia Aravena escucha un helicóptero sobrevolar su casa y recuerda el miedo que sintió de niña cuando los militares también recorrían las calles de su barrio.
Sus relatos dan claves para comprender la rabia que ha estallado en Chile.
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Las protestas en el país sudamericano surgieron luego de que el presidente Sebastián Piñera -aconsejado por un consejo técnico de expertos- anunciara un alza en el pasaje del metro de 4 centavos de dólar, quedando el precio en 1,17 dólares. Chile ya estaba en el noveno lugar en la lista de 56 países de la OCDE, con el sistema de transporte público más caro.
En rechazo a la medida, los escolares compartieron información y memes en redes sociales, y se organizaron para llamar a una evasión masiva del pago del pasaje. Cientos, algunos usando el uniforme de sus liceos, comenzaron a saltar los torniquetes del tren subterráneo.
Según una minuta reservada del Ministerio del Interior, elaborada con información entregada por Carabineros de Chile, el jueves 17 de octubre una turba de 400 personas rompió los torniquetes de la estación de metro San Joaquín. Al día siguiente, siete estaciones de metro fueron incendiadas. En una, el fuego lo alimentó un televisor plasma, lanzado con furia a los rieles.
Ese viernes el metro cerró progresivamente las 136 estaciones que conectan sus 7 líneas de trenes subterráneos, por las cuales se transportan a diario más de 2,6 millones de personas.
Patricia Aravena es técnica en Enfermería y trabaja en un centro médico en Las Condes, un sector acomodado de Santiago. Por los desmanes, estuvo detenida 45 minutos en un tren del Metro sin poder acceder a la estación. Cuando pudo salir a la calle, no sabía bien dónde estaba ni cómo llegar a su casa.
Eran las 5 de la tarde y hordas de santiaguinos colapsaban las calles.
“Me empecé a angustiar, cuando a una la sacan de su ruta habitual se desconcierta, no sabía qué hacer”, cuenta Patricia, quien vive en Recoleta, al norte de la capital.
Las micros iban repletas y había un desconcierto generalizado en medio del caos. Sin la posibilidad de tomar buses, taxis o servicio de Uber, la gente empezó a caminar. Hubo quienes tardaron ocho horas en llegar a su casa, atravesando a pie una ciudad de 7 millones de habitantes.
Un taxista que manejaba con su mujer y su bebé, vio a Patricia parada en la avenida y le ofreció acercarla a su casa. Cuando llegó, su barrio no se veía igual que por la mañana. El supermercado y la farmacia serían saqueados y la estación de metro a dos cuadras de su casa, incendiada.
Esa noche, el edificio corporativo de la empresa multinacional Enel, que produce y distribuye energía eléctrica y gas, también fue incendiado. Testigos llamaron a las radios contando que escucharon una explosión y luego el fuego subió por las escaleras del inmueble de 19 pisos, ubicado en pleno centro de Santiago.
Mientras miles de personas intentaban llegar a sus casas en medio de las manifestaciones, el Presidente Piñera fue a comer a una pizzería en un barrio acomodado para celebrar el cumpleaños de su nieto. Alguien que comía ahí también lo fotografió, subió la imagen a redes sociales y así Patricia y Gladys lo vieron en sus teléfonos móviles.
Piñera
La indignación se hizo sentir en las calles y de regreso al palacio de Gobierno, el Presidente Piñera decretó estado de Emergencia Constitucional - que implica reducción de libertades de tránsito y reunión -, dejando al General Iturrieta a cargo de mantener el orden público. Él determinó que Santiago tendría toque de queda; el primero desde el retorno a la democracia dictado por protestas sociales y no por una catástrofe natural.
Gladys lo vio por televisión. A una estación del metro San Pablo, en Pudahuel, un supermercado Líder, propiedad de la empresa transnacional Walmart, era saqueado e incendiado. Corriendo por los pasillos -incluso cuando comenzaron las llamas- adultos, adolescentes y algunos niños y niñas, sacaban mercadería, lavadoras, refrigeradores, televisores plasmas y otros bienes de consumo.
Ya va una semana de protestas en Chile, y en sus 16 regiones se concentra gente cada día en la calle haciendo sonar cacerolas para reclamar cambios a un sistema económico que tiene al país tercero en el índice de desigualdad de ingresos de la OCDE de este año. Las bajas pensiones, el alto costo de salud y educación, y los bajos salarios respecto al costo de la vida, son las principales grietas de un modelo que parece haber agotado la paciencia de los chilenos.
Diez regiones están con toque de queda nocturno. En Santiago, veinte estaciones de Metro fueron incendiadas, 24 buses calcinados y en el país cientos de supermercados y farmacias saqueadas.
A Patricia le da tristeza decirlo, pero cree que son los mismos vecinos los que asaltaron los negocios de su barrio. “Como que quisieron empoderarse de algo”, dice, y “se empoderaron de lo primero que tuvieron a mano”. Es que “fue de la rabia de ese minuto, no lo pensaron más allá y actuaron no más”, intenta explicar.
En algunos sectores, vecinos y vecinas usando chaquetas amarillas se organizaron en la noche para impedir que se vandalizaran sus barrios. Eso no ocurrió donde vive Patricia. “La convivencia se perdió un poco porque estamos divididos por lo malo que se hizo. Porque nuestros mismos vecinos se tomaron estas cosas; y ver todo lo perjudicado que quedamos, lo solos que quedamos en este minuto”, lamenta.
Francotiradores posicionados en el techo de la Escuela Militar buscaban intimidar, apuntando sus armas a manifestantes que llegaron por primera vez a protestar a ese sector acomodado de la capital, revelando la transversalidad del descontento ciudadano entre sectores de distintos ingresos.
Hasta el jueves, el Colegio Médico contabilizaba 3.500 personas heridas en manifestaciones y 45 de ellas habían perdido la visión en alguno de sus ojos por el impacto de un perdigón, un balín o una bomba lacrimógena. 18 personas habían muerto, tres de ellas por impacto de bala de funcionarios militares. Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), 245 personas habían sido heridas por armas de fuego. El Ministerio del Interior registraba más de 5.300 personas detenidas y 626 funcionarios policiales y militares lesionados. 297 menores de edad habían sido arrestados y el INDH había presentado 59 acciones judiciales; 45 de ellas por apremios ilegítimos o torturas, 9 por violencia sexual y 5 por homicidios de personas que habrían muerto por causa de agentes del Estado. 20 personas estaban hospitalizadas con riesgo vital.
“Una mierda la salud aquí en Chile, les roban a los profesores, les roban a todos, estos weones sinvergüenza”, dice Gladys con rabia. “La AFP son los ladrones más grandes, y eso lo hizo el hermanito del señor Piñera. ¿Por qué no viene el ladrón a dar la cara a todos los chilenos? Despertó Chile, Piñera, despertó, estábamos cansados de dormir y hacer tuto, despertamos, despertamos weón”, reclama. Su descontento, es el reflejo de muchos que en su vida cotidiana no han sentido que viven en uno de los países más prósperos de Latinoamérica.
La rabia de Gladys tiene sus orígenes en la inequidad producida por un sistema económico implementado bajo la dictadura de Pinochet en los años 80. El llamado “milagro” de su sistema económico, comenzó cuando un grupo de economistas chilenos que había estudiado en la “Chicago School of Economics” con Milton Friedman, el llamado padre del neoliberalismo, asesoró al dictador Pinochet en la creación e implementación de políticas que permitieron instaurar una economía de libre mercado, privatizar la salud, la educación, el agua, la jubilación y los recursos naturales.
Juan Andrés Fontaine fue uno de los llamados “Chicago Boys”, hoy ministro de Economía. Días antes de que las protestas paralizaran la ciudad, y haciendo frente al descontento ciudadano por el alza del pasaje, dijo a la prensa que, para evitar pagar más, la gente podía madrugar y tomar el tren a las 7 de la mañana.
“Un señor dijo que había que levantarse a las 4 de la mañana, para que el metro fuera más barato, qué idiota; oye, han matado a niños por un cigarro, han matado a jovencitas; ¿se tienen que levantar tan temprano para que la tarifa del metro y la micro les salga más barata? Por favor, no estamos, no sé po, en Las Condes, estamos en pueblo de nadie”, reclama Gladys.
El modelo económico que Chile instauró, generó un desarrollo que ha sido admirado en América Latina por lograr uno de los crecimientos más rápidos de la región; aunque ello no derivó en mayor igualdad.
Hasta hoy, sólo algunos concentran los privilegios que trae la bonanza económica. En 2017, el programa de Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD examinó la brecha social del país. Casi la mitad de los encuestados de sectores socioeconómicos bajos afirmó que con su salario apenas lograba sobrevivir. El estudio concluyó que el 33 por ciento del ingreso que genera la economía chilena lo capta el 1 por ciento más rico de la población.
“Vamos a tener que ceder nuestros privilegios y compartir con los demás”, dijo nerviosa Cecilia Morel, la Primera Dama chilena, en un mensaje privado de voz que envió luego de que estallaran las protestas sociales masivas. Estas le produjeron un desconcierto tan grande que las comparó con una “invasión alienígena”.
Patricia también estaba acongojada, aunque su preocupación no era por perder privilegios.
“A mí me asusta porque se ve el comienzo, pero no se ve el fin que esto vaya a tener. Balazos múltiples, el helicóptero que está arriba de mi casa permanentemente, los milicos que pasan a cada rato; nos quedamos sin supermercados, sin farmacia, sin locomoción, sin metro. En este minuto nos sentimos aislados, como en una isla, y sentimos que la propia gente nos está traicionando por decirlo de alguna manera”, cuenta.
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Sentada en el patio de su casa, en Lo Prado, Gladys recuerda los años de niña en los que cerca de su calle, las aceras eran chacras donde cosechaba papas, lechugas y tomates. No eran épocas de abundancia, pero nunca faltó el carretón de verduras y el puesto de la feria para vender hortalizas nunca estuvo vacío. Gladys es vendedora informal, una categoría que en la estadísticas oficiales la ubica como empresaria independiente. Su economía depende de las empanadas y pasteles de choclos que es capaz de vender al día en la feria de su barrio. Aquella que se instala muy cerca del metro chamuscado.
Gladys dice que pensó que al volver la democracia en los años 90 su vida iba a ser mucho mejor. “Pero fue peor”, lamenta. “Empezaron las alzas, vamos subiendo las cosas”, alega.
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En un país en que un parlamentario gana mensualmente hasta 13.000 dólares - 31 veces el sueldo mínimo-, cuando Gladys vende 30 empanadas, anda feliz. Pero el entusiasmo dura poco. El ingreso se diluye rápido detrás de facturas de agua, gas y electricidad, que sólo este año ha tenido un alza en la tarifa de un 19 por ciento.
El sueldo mínimo en Chile es de 423 dólares y la mitad de los trabajadores recibe un sueldo igual o inferior a 562 dólares al mes. Es un monto alto para la región, pero el costo de la vida es más caro y el dinero “no alcanza”, dice Gladys. El arroz, las papas, el pan, el aceite y los huevos, son más caros en Chile que en cualquier otro país de Latinoamérica, al igual que el alquiler, afirma un artículo de este mes publicado por la BBC Mundo.
“Si en la feria la gente pudiera pagar con tarjeta, acá se comprarían hasta la última papa”, dice.
En Chile, las tarjetas de crédito de bancos y casas comerciales son la forma en que las personas pueden acceder a una vida que no siempre pueden financiar. “La gente ya no tiene dinero en los bolsillos, andan todos con las tarjetas”, asegura Gladys. Ella tiene la tarjeta de la casa comercial “Corona” y gracias a eso su hijo pudo comprar en cuotas su teléfono móvil.
El año pasado, las deudas de las familias chilenas llegaron a su máximo histórico y el FMI catalogó, en 2017, al país como aquel con los hogares más endeudados de América Latina.
Estudiar ha sido, por décadas, una de las deudas más pesadas.
Gladys vive con su hija y sus dos nietas. Le gustaría algún día verlas estudiar en la universidad, dice. Doctora, ingeniera. Pero el sueño es ambicioso. Quizás, si alcanza, sea para una de las niñas y piensa en cómo podría su hija elegir cuál. “No se puede”, dice.
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En 2015, Chile era el cuarto país con los aranceles universitarios más caros del mundo, según datos de la consultora inglesa Expert Market. Las familias gastaban en promedio 73% de su sueldo en financiar una carrera universitaria, dicen las cifras del estudio citado internacionalmente.
Aún la universidad debe pagarse, incluso en un establecimiento público, ya que este debe autofinanciarse. La educación superior había sido gratuita en el país hasta 1981, cuando Pinochet flexibilizó los requisitos para crear universidades privadas, estas se multiplicaron y fijaron sus propios aranceles.
Fueron las movilizaciones estudiantiles de 2011 las que pusieron en la agenda el acceso a una educación pública gratuita y de calidad como un derecho y no un bien de consumo. Hoy, con la “gratuidad” aprobada, sólo pueden estudiar gratis quienes pertenezcan a familias del 60 por ciento de menores ingresos de la población y hayan ingresado a las instituciones que están adscritas a ese beneficio.
El país tiene también uno de los sistemas de educación escolar más segregados del mundo. 9 de los 10 colegios con mejores puntajes en la prueba de selección universitaria del año 2018 son particular pagados. Sólo uno es municipal y gratuito. Para estudiar en alguno de esos nueve establecimientos durante un año, una familia deberá desembolsar más de 3,400 dólares si quiere inscribir a un hijo en el más barato, y más de 17,600 dólares para incorporarlo al más caro.
Las nietas de Gladys, asegura, jamás podrían asistir a uno de estos establecimientos pagados.
Las condiciones en muchos de los establecimientos públicos no son óptimas. En 2013, cuando Chile crecía al 4,1 por ciento y el presidente Piñera ejercía su primer gobierno, más de mil establecimientos no tenían agua potable de forma constante, y más de 70 tenían sólo letrinas y no baños. Cinco años después, en julio de 2018, los establecimientos educacionales públicos y particulares subvencionados insistían en acceder a recursos para mantener y arreglar su infraestructura.
El entonces ministro de Educación, Gerardo Varela, dijo: “Todos los días recibo reclamos de gente que quiere que el Ministerio le arregle el techo de un colegio que tiene gotera, o una sala de clases que tiene el piso malo... Y yo me pregunto, ¿por qué no hacen un bingo? ¿Por qué desde Santiago tengo que ir a arreglar el techo de un gimnasio?... La gente no se hace cargo de sus problemas, sino que quiere que el resto lo haga”.
Para Gladys, quien antes de ser feriante trabajó en la construcción, limpió departamentos y sacó escombros, los dichos de Varela reflejan la enorme desconexión de la clase política con la ciudadanía.
En las masivas protestas que continúan a lo largo del país no se ven pancartas ni banderas de partidos políticos. A Gladys tampoco le interesa nada de eso. En sus cinco décadas dice haber visto todos los colores, todos los discursos, todas las promesas desfilar delante de ella. Nunca el resultado fue lo que esperaba. Ni en los 23 años de gobierno de la centroizquierda, ni en los 6 años de la derecha.
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Gladys es diabética y sus controles médicos los hace a través del sistema de seguro de salud público, el Fondo Nacional de Salud, Fonasa. A veces, imagina que sería bueno vincularse a una Isapre, Institución de Salud Previsional del sistema privado, y así, tal vez, podría acceder de manera más barata a una clínica, también privada, y acortar los tiempos de espera. Si se rompiera una cadera, podría operarse inmediatamente y no pasar por los 469 días de espera promedio que toma una cirugía traumatológica, según datos del Ministerio de Salud. El 42 por ciento de los pacientes de Fonasa que van a ser operados de alguna patología, espera al menos un año para ser tratado. En el sistema público no hay suficientes camas, ni médicos.
En julio de este año, el entonces subsecretario de Redes Asistenciales, Luis Castillo, se refirió a las enormes filas en los centros asistenciales de salud, en que la gente llega de madrugada para ser atendida por un médico y debe esperar horas. “Siempre quieren ir temprano a un consultorio, algunos de ellos no solamente van a ver al médico, sino que es un elemento social, de reunión social”, dijo. Esto le costó el puesto.
Pero Gladys sabe que tener Isapre tampoco es la mejor opción. Sabe que también aquellos que pagan por el sistema privado han salido a la calle a hacer sonar sus cacerolas. Por el alza de precios en los planes de salud, por la baja cobertura, por las preexistencias, por el acceso restringido a centros de salud.
Como sea, en cualquiera de los dos casos, privado o público, si Gladys compra medicamentos de marca en una farmacia, deberá pagar por ellos más de lo que gastaría en Argentina, en Brasil, en Colombia, en Ecuador, en Perú o en México.
Le angustia pensar en su vejez, ajustada de maneras que no logra imaginar, a una pensión que, en promedio, alcanza los 266 dólares mensuales para las mujeres.
El sistema previsional chileno fue creado en 1980 por José Piñera, hermano del Presidente, y es uno de capitalización individual obligatoria. Esto significa que una persona que percibe una remuneración debe depositar cada mes el 10 por ciento de ella en una cuenta personal que maneja una Administradora de Fondo de Pensiones (AFP). Estas AFP son privadas y cobran un porcentaje por gestionar la cuenta, independientemente de la rentabilidad o pérdida que tengan.
El sistema ha sido altamente beneficioso para los grupos económicos chilenos. Un estudio de la Fundación Sol concluyó que el 58 por ciento de los dineros de los futuros pensionados, más de 124.336 millones de dólares, es invertido en empresas de los grupos Luksic, Said, Yarur, Saieh, Matte y Solari.
Gladys lo sabe bien y tiene una opinión al respecto: “La AFP (administradoras de pensiones) le está robando a todo el mundo nuestro dinero, y ellos se la trabajan para el bolsillo de ellos, todos esos ladrones ricos, que mandan el país de Chile”
La pensión que reciba cada persona al jubilar dependerá del monto que alcanzó a reunir en su cuenta, de la cantidad de años en que cotizó y de la buena o mala inversión que hizo la AFP con el dinero que el trabajador aportó. Los hombres, por ejemplo, reciben 445 dólares mensuales en promedio.
“Por eso los viejos están enfermos. Se enferman de estrés”, dice Gladys.
Los mayores de 80 años tienen la tasa más alta de suicidios con 17,7 casos por cada 100 mil habitantes, según un estudio realizado por Ana Paula Vieira, académica de Gerontología de la U. Católica y presidenta de la Fundación Míranos. Solo entre los años 2010 y 2015, 935 personas mayores de 70 años se suicidaron en el país.
Es martes en la noche, han sido cinco días de intensas protestas. Luego de pedir perdón por la “falta de visión” de los problemas del país, el Presidente Piñera anuncia las reformas con las que busca responder al estallido social y mitigar la tensión: un aumento del 20 por ciento a la pensión básica solidaria, la creación de un seguro de enfermedades catastróficas para poner “un techo al gasto de salud de las familias”, un ingreso mínimo garantizado de 480 dólares para los trabajadores de jornada completa, un 5 por ciento más de impuestos para las rentas superiores a 11.000 dólares, bajar la dieta parlamentaria, entre otros.
Si el Presidente Piñera hubiese anunciado esos cambios antes del 18 de octubre, quizás hubiese sorprendido a los chilenos; pero ahora, en realidad, Patricia no sabe cómo determinar si eso es un buen punto de inicio. Le molesta que se hable de cambios que esperan en el Congreso hace cinco años, como la rebaja del sueldo parlamentario, que cuando fue propuesta por diputados de un nuevo frente político, estos recibieron burlas de diputados y senadores.
“Hay muchos jóvenes que tienen mucha rabia, que están decididos a todo, a dar la pelea, versus los viejos que estamos esperando que pase no sé qué”, dice Patricia. Aunque está asustada, cree que se necesita tener una nueva Constitución, hacer asambleas libres y consultas ciudadanas reales. “Que hubiera gente que realmente nos represente en los partidos, en el Senado, pero yo veo que en este minuto nadie nos representa… ni por la educación, ni por la salud, ni por los viejos. Nos sentimos como a la deriva”, lamenta.
**Esta crónica fue originalmente publicada en Connectas.
*Colaboración audiovisual de María José Díaz.