Cuando se acercaba el año 2000 y la especulación sobre el fin del mundo pesaba más que la bienvenida, Dilbert Aguilar cerró su primer contrato con el productor musical Nilver Huárac: cinco fechas en el Club de Tiro y un adelanto económico. El cambio del milenio representó para el 'Pequeño Gigante de la Cumbia' un portal hacia la fama. “Se acabó, se acabó, se acabó el dolor”, cantaba el 1 de enero mientras los suyos —La Tribu— y 50.000 asistentes aplaudían al ritmo de “Mis últimas lágrimas”. “Esa fue la fecha más feliz de mi carrera”, asegura el jaenés de 49 años que ahora planea regrabar sus hits.
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—¿Qué fue lo primero que te prometiste cuando pasaste de bautizos a escenarios grandes?
—Agradecer a Dios. Fue algo tan rápido, rápido en comparación con ahora. He luchado contra viento y marea porque antes, para que un tema tuyo suene en la radio, era terrible (...). Mucha chamba, mucho sacrificio, mucha ‘tocadera’ de puerta.
—¿Por qué elegiste el nombre La Tribu?
—Lo escogió mi amigo Koko Giles, un gran comunicador de la época, por la diversidad de músicos en la orquesta: hay músicos de la selva, hay músicos del norte, músicos de la sierra, músicos limeños. Entonces, me dijo: “Tú tienes una tribu”. Yo estaba buscando un nombre bonito, ya estaban escogidos Agua marina, Agua Verde, Agua Azul (risas), así que le pusimos La Tribu. ¡Ha funcionado bastante!
Él es el líder del clan y lo fue también durante el colegio. Tenía 11 años cuando decidió que su bicicleta sería una herramienta de dinero: cobraba 10 céntimos por vuelta y, con la ganancia, se apoderaba del quiosco y del respeto de la clase. La poliomielitis pasó a segundo plano; si alguien lo molestaba, sus ‘secuaces’, como los llamaba, lo defendían.
Nutría esta imagen con agudeza artística. “Me era fácil tocar una guitarra, me era fácil tocar un órgano”, recuerda para luego aclarar que, aunque la música fue aliada, no la concebía como un trabajo. “Yo quería ser médico”. Se mudó de Cajamarca a Lima, se preparó en una academia preuniversitaria y optó, primero, por Ingeniería de Sistemas en la PUCP. Luego, por Computación en Cesca y por Administración Bancaria en Cepeban.
—Entonces, ¿por qué te dedicaste a la música?
—Cuando yo estaba en la universidad tenía unos compañeros de Piura. Los piuranos me llevaban, después de las clases o el sábado, a algún ‘tono’; y como a mí me gustaba la música: “Ya, pues. Vamos”. Íbamos con mochilitas y con cuadernos, en esa época, al centro de Lima. Yo les decía: “Yo también soy músico, yo tocaba en orquestas de mi pueblo”, y no me creían. “Ah, tú cantas en los micros”. La ‘palomillada’ (risas). Y así inició todo: me contacté con un grupo, me llamaron y empecé a trabajar con La Gran familia de Comas. ¡Pero también como hobby! Pero había tanto trabajo, tanto, que —¡Wow!— empecé a facturar mi propio dinero. Faltaba a la universidad, repetía ciclo... En el 2000 llegamos a la fama y me olvidé de la universidad. Ahí recién la música se convierte en mi trabajo.
—¿Pensaste en retomar los estudios?
—Siempre he querido regresar. Lo que pasa es que, como yo soy el dueño, soy quien está metido en todo. Yo no trabajo con nadie, yo no tengo mánager. Además, creo que he sido ocioso. (Risas)
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Fuera del ámbito académico, sin embargo, ha demostrado su firmeza: tenía 15 años y decidió no someterse a otra operación de columna. Se había recuperado, con mucha paciencia, a una intervención cuya protagonista era la barra de Harrington: “Cerraron todos los 1.000 puntos, pero un puntito no. Y así estuve como cuatro o cinco meses, con esa herida. El doctor determinó que mi cuerpo rechazaba el metal”. ¿La solución? Una barra de otro material.
“Yo ya sabía el procedimiento: estar internado, estar postrado en cama como seis meses y, con el yeso, tres meses más. Yo dije: ‘Si Dios quiere que yo sea así, yo voy a ser así. Ya no quiero más nada. Así que viejita, papá, ya no quiero que gasten’”. Aceptó su apariencia, al igual que lo hizo con el eco de la fama: “La privacidad se vuelve cero”, refiere.
—¿Te incomoda que tu privacidad se haya anulado?
—Sí, muchas veces, pero hay gente que me ha hecho pisar tierra: “Te debes al público”, me dicen.
—Sé que evitas los escándalos, pero cuando tú iniciaste la relación con Claudia Portocarrero, ella tenía 15 y tú 26. ¿Hubo críticas por la diferencia de edad?
—No, para nada. No. Nosotros tampoco hemos sido escandalosos. Los reportajes los hicieron cuando ella ya tenía 17 o 18 (...). Igual con mi esposa (Jazmín Gutarra), cuando vino conmigo tenía 17.
—A propósito de escándalos, ¿Milagros Leiva te llegó a pedir disculpas por la riña en el estacionamiento?
—Sí, ella me llamó y me dijo: “Dilbert, mira, hubo un altercado, pero no fue contigo, fue con tus chicos”. Yo le dije: “No te preocupes, reina. Todo el mundo tiene sus momentos malos. O sea, no todos amanecemos de la misma forma y nuestras reacciones a veces nos meten en una mala situación. No te preocupes. Todo bien”. Sí, fue muy cortés al llamarme.
—¿Y cuál es la fórmula para que te mantengas vigente en este rubro de entretenimiento que cada vez está más lleno de gente...?
—De gente con hambre. Yo creo que son las canciones que hemos grabado a lo largo de mi carrera, canciones que han quedado en el corazón de todos los peruanos. La nueva generación está aceptando estos temas nuevamente (...). Ya estoy cerca de llegar a la base cinco; entonces, mi generación ya tiene hijos grandes y ellos han escuchado a sus papás cantar “Vuela, palomita”, “El recluta”, “Sacude el billete”. Si la radio no las pone, las pone el Internet.
—Te prestas de las redes.
—Por supuesto, es parte de la forma: hay que saber por qué, si no, desapareces.
—¿Cuáles son tus planes profesionales?
—Estas canciones, que las grabé hace años, quiero que se conviertan nuevamente en hits (...). Hay que poner nuevos videos, regrabarlas para que las puedan consumir.
—Ya has empezado con “Vuela, palomita”.
—Esa canción tiene casi 28 años, nunca tuvo un videoclip. Entonces optamos por hacerlo y, cuando estuve en Europa, grabé unos cachitos en algunas partes. Grabamos con un iPhone, se perdieron algunas tomas y rescatamos esas.
—En ese video aparece tu esposa. Cuéntame cómo la conociste.
—La conocí cuando tenía 12 años. La conocí como una fan: me seguía, me seguía. Y ya cuando tú la ves, después de cinco años, ya no ves a la niñita. Cuando yo me separé de Claudita, estaba suelto en plaza y se dio la oportunidad de entablar una relación.
—¿También fue tu bailarina?
—No. Ella trabajaba en Alma Bella.
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—¿Qué rol cumple ahora en tu orquesta?
—Ella canta.
—¿Y lanzarás pronto algún tema con ella?
—De repente el otro año haremos algo porque también necesito darle la oportunidad a la delantera de mi orquesta: muchos chicos tienen un gran potencial (...). Quiero que también ellos lleguen a ser conocidos por su talento porque cantan muy lindo.
Dilbert Aguilar se prepara para viajar a Tingo María. “Salimos a la medianoche”, cuenta. Cada fin de semana, La Tribu, antes llamada Los Chicos Dulces, se arma con trompetas y bajos eléctricos, infla el pecho y le entrega al público una onomatopeya, la señal para arrancar con la diversión feroz: ¡Cucurrucucú! ¡Cucurrucucú!