The Texas chainsaw massacre, la película dirigida por Tobe Hooper, sigue siendo tan impactante como la primera vez que Leatherface asesinó a su primera víctima con un contundente martillazo. Una imagen cruda y violenta precedida por una atmósfera igualmente abrasadora y hostil. Tal cual matadero, cinco adolescentes se vuelven presas de un slasher y sus instintos asesinos luego de que visitan la tumba del abuelo de uno de ellos en el estado de Texas.
Contrario a sus semejantes de la época, el contenido de la terrorífica cinta no se ha alivianado en lo más mínimo pese a los esfuerzos ajenos que hacían por mantener la mayor cantidad de ketchup y vísceras en pantalla. Un problema llamado explotation que incluso repitieron las secuelas, remakes y robots del largometraje original a lo largo de los años, pero cuyo fracaso confirmaba que el secreto de su éxito no provenía del gore.
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Más de uno se pregunta qué convierte a La masacre de Texas en un clásico ineludible del cine de terror, pese a su argumento y desarrollo sencillo. La clave radica en el golpe audiovisual que el cineasta se empeña en grabar en la retina del espectador, experimentado o no. A base de malsanos planos detalle, Tobe Hooper retrata los ojos del terror, los despavoridos gritos intensifican el agobio y el sonido de la motosierra en la pesadilla de inocentes oídos.
Por supuesto, la estética juega un rol crucial en este camino a los infiernos. El granulado, las texturas y bajo presupuesto dotan al escenario de un sofocante realismo. No hay un espectáculo ni celebración del gore, sino una prueba a nuestro sosiego que busca conmocionarnos desde su agresivo concepto y tratamiento.
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No hay que esperar revisiones psicológicas o sociólogicas sobre la violencia, personajes y lo que ocurre. La crueldad y naturaleza grotesca del ser humano existe simplemente porque sí. Esto lo comprueban los personajes- más carne de cañón que protagonistas- en un alejado pueblo de Texas en un día de pesadilla que pasó inadvertido.