Matrix es sinónimo de revolución, trascendencia y liberación. Cuento aparte son las secuelas que llegaron para estirar la premisa como chicle con marañas mentales y dolores de cabeza. Dieciocho años tras el final de la popular trilogía, Lana Wachowski retoma el mito para normalizar lo extraordinario y contar la misma historia con diferentes rostros.
El discurso —antes novedoso— raya en lo convencional a estas alturas, quitándole atractivo a una historia que se supone debe ser rompedora. Pasaron 22 años desde que la película original salió y no hay avances creativos ni tecnológicos. La nostalgia tampoco fue una carta fuerte, lo que convierte a The Matrix resurrections en un entretenimiento más atractivo para los ajenos a la saga.
En cambio, los fanáticos que abrieron los ojos con Thomas Anderson en 1999 solo encontrarán confort en la química que aún desprenden Keanu Reeves y Carrie-Anne Moss, la falta de pretenciosidad y que otro director no haya cogido la saga para entregar un producto bochornoso. Al menos, en este sentido, podemos estar tranquilos de que el núcleo y filosofía se han mantenido intactos.
Las autorreferencias, guiños y risas cómplices fueron la ilusión inicial de ver algo más atrevido, pero pronto esto se disipa en un bucle interminable de eventos ya explotados. Pronto, la cinta se convierte en un ‘refrito’ que literalmente amenaza con más secuelas aunque la falta de ideas arrojen un pronóstico desastroso con resultados aún más superficiales y vacíos.
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Keanu Reeves y Carrie-Anne Moss vuelven como Neo y Trinity, respectivamente. Foto: composición/Warner Bros
Mientras dura, The Matrix resurrections es una simpática revisita al génesis gracias también a su dosis de acción y vibrante ritmo. No suma ni resta, por lo que funciona como visita al museo de un único boleto. Pero no hubo milagro que resucite un universo ficticio cuyas fronteras parecen más ceñidas.