Por Raúl Tola No es mi primera vez en Estocolmo. Hace unos años estuve aquí, para preparar un reportaje de TV. Algo recordaba de este archipiélago de islas e islotes, que los lugareños llaman ciudad, pero que en realidad es una Venecia ultramoderna, comunicada por supercarreteras, puentes y transbordadores, donde se practica toda clase de deportes náuticos y la vida transcurre con orden y calma, muy cerca de ese imposible humano que es la perfección. De todas maneras, nada podría haberme preparado para esta semana de friaje y nevadas, que he pasado saltando de un lugar a otro, de nuevo enviado por la TV, aunque ahora por un motivo único: la entrega del Nobel de Literatura a MVLL. Estar tan cerca de esa sociedad cuasi secreta que es la Academia Sueca permite conocer, gracias al anonimato del off the record, un sinnúmero de deliciosas anécdotas y chismes. Por ejemplo que este año, el premio estuvo decidido desde el principio de octubre, lo que hace pensar que fue otorgado por unanimidad. Que por fin la balanza pudo decantarse a favor de MVLL luego de la muerte hace muy poco de dos académicos de marcadas afinidades de izquierda. Que Peter Englund, Secretario Permanente de la academia, habla muy poco o casi nada de español, a pesar de su perfecta pronunciación a la hora de anunciar el premio. Que algunos académicos consideran que el peor error en la historia del Nobel fue no dárselo a Borges, más aún que a Tolstoi, Kafka o Proust. Además de la ceremonia de entrega del premio, en mi memoria quedará la memorable lectura del martes, que vi junto a varios periodistas y curiosos en una pantalla gigante en la trastienda del Museo del Nobel, a pocos metros del salón donde MVLL hacía un recuento de su vida, su credo literario y su ideología libertaria. Como muchas personas en todo el mundo sentí un escarabajeo en el estómago y los ojos se me nublaron cuando, en el instante culminante del discurso –el agradecimiento a su esposa Patricia–, se quebró, y demostró de cuánta carne y hueso está hecho. Tampoco olvidaré el encuentro privado con sus amigos, en un restaurancito de paredes de ladrillo en el casco antiguo de la ciudad, al que conseguí colarme, ni la cena ofrecida por la cónsul del Perú en el Museo de la Danza, entre maniquíes vestidos con trajes de baile de todo el mundo, que parecían una sucesión de fantasmas. Pero si con algo debo quedarme es con los pocos momentos en los que, libre del estricto yugo de la academia y el asedio de la prensa, MVLL, aún exangüe, pudo por fin ser una persona común y corriente, siempre con una palabra amable y una sonrisa. Quizá ese haya sido el mayor privilegio de estos días: conocer, aunque fuera con breves pinceladas, el lado menos expuesto de quien tantas veces y con tanto atrevimiento se ha desnudado en sus libros, dejando al descubierto esos demonios instigadores que lleva dentro, y que se respiran en cada línea de sus novelas.