Por Raúl Tola Pocas veces un premio Nobel de Literatura ha suscitado tanta unanimidad como el otorgado a Mario Vargas Llosa. Diarios de todo el mundo festejan el acierto de la Academia Sueca de Estocolmo, y escritores tan disímiles como Javier Marías (“Es uno de esos premios que nadie o casi nadie va a discutir”), Ana María Matute (“Se lo merecía desde hace mucho tiempo”) y Álvaro Mutis (“Como novelista es absolutamente genial. Me satisface mucho este premio”), por citar algunos, han sumado voces a este acto de justicia con uno de los intelectuales más universales de nuestro tiempo. Curiosamente, este año se habló muy poco de Vargas Llosa como candidato al Nobel. La aparición entre los favoritos del japonés Haruki Murakami; los norteamericanos Cormac McCarthy –que encabezaba las preferencias en los sitios de apuestas–, Thomas Pynchon y Philip Roth; del israelí Amos Oz; el sueco Tomas Tranströmer; y muchos otros, hacía pensar que la injusticia de la Academia, que antes fue capaz de ignorar a genios de la talla de Borges, Joyce, Nabokov, Proust, Kafka y hasta Tolstoi, perduraría por un tiempo largo. No fue así, felizmente, y por fin el autor de La guerra del fin del mundo, Conversación en la Catedral, La casa verde, y tantos otros prodigios, en los que el idioma y la técnica literaria son llevados a nuevos extremos de experimentación y belleza, accedió al único galardón que le quedaba pendiente. El Nobel de Vargas Llosa es el triunfo de varias cualidades bastante únicas. Primero del tesón y la constancia, de una vocación indesmayable por fabular y contar historias que nació de una infancia itinerante con temporadas en Arequipa, Cochabamba, Piura y Lima, y echó raíces gracias a un cúmulo de vivencias y lecturas –Faulkner, Hemingway, Flaubert, Dumas, Víctor Hugo– tamizadas por una sensibilidad irrepetible. Es el triunfo también de la coherencia. Vargas Llosa, como Sartre, sostiene que el escritor no es una entidad abstracta que puede vivir al margen de su mundo. Por el contrario, debe asumir obligaciones y compromisos, en su caso a través de unas tomas de posición muchas veces debatibles, pero siempre defendidas con el compromiso, la decencia y el entusiasmo de un joven idealista que cruza sus primeras armas en política. Por eso la palabra “escritor” queda corta a la hora en que hablamos de Vargas Llosa, cuya producción de artículos, ensayos, crítica literaria, discursos, ponencias, crónicas y reportajes de largo aliento ha tomado la temperatura de la historia a medida que esta se producía. El premio Nobel de Literatura 2010 concedido a Mario Vargas Llosa es, qué duda cabe, la noticia cultural más importante de los anales del Perú. Creo que es también una enorme motivación para tantísimos jóvenes –y no tan jóvenes– que, como alguna vez hizo “El sartrecillo valiente”, se inician en el camino de la literatura, tan sinuoso y duro como puede ser, pero que, con obstinación, honradez y rebeldía, garantiza al menos una poca de aquello que tanto cuesta alcanzar: la belleza, y por tanto la felicidad.